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Esperamos que disfruten de este momento con nosotras y que experimenten el amor y la providencia del Amor Sacramentado en esta pagina.

Aspiraciones amorosas...........

Autor: Nicola Gori | Fuente: Traducción realizada por Llucià Pou Sabaté, s.d.b.
Beata María Magdalena de la Encarnación
Fundadora de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento.


Beata María Magdalena de la Encarnación

Fuego de Amor

Índice General




I. Presentación.

II. Introducción a las “Invocaciones.”

III. Epílogo.

IV. Nota Bibliográfica.

V. Agradecimiento,


I. Presentación

En 1789 la revolución francesa rompe el modelo de los Estados europeos, destruyendo el orden instaurado por la Edad Media. Hasta entonces, Europa era “la cristiandad”, y acogía los países que fueron convirtiéndose al cristianismo, en un intento de plasmar en la sociedad esos valores del Evangelio. Ahora, el Estado comienza a ser “laico” y sus valores son la libertad, igualdad, fraternidad. Se quieren aprovechar los frutos (cultura, progreso económico, orden social), sin reconocer las raíces que han dado vida a esos frutos. Son valores que tienen su raíz en el Evangelio, por ejemplo la fraternidad: no puede haber hermanos si no se reconoce un Padre. Al andar del tiempo, habrá una esquizofrenia entre fe y cultura, un empobrecimiento de esas ramas que ya no darán buenos frutos, porque se han secado, separadas de la raíz. Es el drama de la sociedad actual. Precisamente ese año el Señor suscita en un alma enamorada, arranques de adoración y reparación, que cuajarán en multitudes de adoradores del Santísimo Sacramento, como para indicar que el arma más importante de la historia no es la acción sino la oración. No es tan importante lo que hacen los hombres sino lo que promueve Dios: no tanto los políticos, sino los santos.
Esa alma es Catalina Sordini, y para conocer su vida y fundación, una preciosa fuente la encontramos en el libro “El orden de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento”, escrito por una monja de la Orden. En la introducción, cuenta el P. Velasio de Paolis cómo la historia del mundo, la historia de cada criatura se revela plenamente en el misterio de Dios, y ese misterio se revela plenamente en Cristo, y Cristo se manifiesta en su vértice, en la Cruz, en ese misterio anticipado en la última Cena. Toda persona encuentra el sentido de su vida en el misterio de Jesús, en el misterio de su muerte y resurrección. La salvación está en mirar a aquel al que hemos traspasado. Dios ha entrado en el misterio de la iniquidad, para manifestar la piedad y la misericordia: “la cruz es el misterio de la iniquidad del hombre, y el misterio de la piedad y de la misericordia de Dios. ¡Es el triunfo del misterio de la piedad sobre la iniquidad, el misterio del amor sobre el odio, el de la vida sobre la muerte! La Eucaristía es el sacramento del sacrificio Redentor que Jesús ha realizado una vez para siempre; supera el tiempo y es eterno. En él, todo hombre encuentra el eterno amor de Dios en Cristo Jesús. ‘Haced esto en memoria mía’.
Las Monjas Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, queridas por Dios en un tiempo oscuro de la historia de la Iglesia, a través de Catalina Sordini, que quiere llamarse, en espíritu de humildad y de penitencia por los pecados de los hombres, Madre Magdalena de la Encarnación, y aprobada por la Iglesia como Orden de Monjas de Clausura. Con su vocación y su testimonio, de soledad, de silencio, de oración y de adoración, nos manifiestan el tesoro más precioso de nuestra fe, el misterio de la Eucaristía. Por encima de todo está el amor; el amor de Dios, el único capaz de transformar el hombre en profundidad, de darle un corazón nuevo, que sepa amar con el corazón de Dios. ¡Así la tierra nuestra es el lugar donde vive Dios y donde es posible esperar y amar!”

No se podía explicar mejor el clima con el que hemos de leer esas aspiraciones de la Madre, dirigidas a Jesús en la Eucaristía, que reclaman un contexto de su vida, que intentaremos apuntar. Para quien sabe entrar y reposar en silencio, en la simplicidad, en la ingenuidad y la plegaria, ésas nos acercan al misterio de Dios y nos hacen gozar de su amor. “Misericordias Domini in aeternum cantabo!”: Cantaré eternamente las misericordias de Dios. El corazón en contacto con el misterio del amor de Dios se abre a la alegría, al canto, y contemplando la obra de Dios en el alma de M. Magdalena, también podremos cantar la transformación que Dios quiere obrar en cada uno de nosotros. Es lo que pretende este librito, comentar las aspiraciones de la Madre para descubrir algo del contexto en que fueron escritas, lo que obraba Dios en su alma, y añadir algunos comentarios que ayuden a rezar, a tratar en primera persona –como hace la Madre- al Señor, para hacer también de nuestra vida una adoración eucarística.

Estamos en el año de la beatificación de Maria Magdalena, cuando oficialmente se le podrá dar veneración pública y celebrar su memoria en la liturgia. “La devoción hacia ella –decía Mons. Mario Meini, obispo de su diócesis natal, en la presentación de este libro en italiano- está viva desde siempre, no solo entre sus hijas espirituales, las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, sino también en nuestra Iglesia local y particularmente entre la población de Porto Santo Stefano, donde ella nació en el 1770 y donde aún ahora se encuentran descendientes de la familia Sordini.

Pero si son muchos los que conocen su nombre y su figura, pocos son los que conocen su pensamiento y su experiencia espiritual”. Por eso la publicación de esos pensamientos nos invita a “conocer mejor esta mística humilde y sublime, pero sobretodo, es una invitación a compartir, según nuestra medida, su camino interior, permaneciendo en adoración con ella ante el Santísimo Sacramento y creciendo cada día en el camino del amor, en diálogo constante con Jesús, que nos ha amado primero”.

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II. Introducción a las “Invocaciones”

En la era de la velocidad y del ruido, nos metemos en el comentario de unas palabras escritas por una monja humilde, dirigidas a Jesús Sacramentado en la quietud de la contemplación, de la adoración perpetua a Jesús, de la amistad con Él (“yo y Jesús”, decía ella). “La gran enfermedad de la edad moderna –advierte Pío XI en “Mens nostra”, 1929-... es la falta de reflexión: un verterse febril y constante hacia las cosas exteriores, una apetencia inmoderada de riquezas y placeres, que poco a poco va atenuando en las almas los más nobles ideales, hasta sumergirlas en las cosas terrenas y transitorias, sin permitirlas elevarse a la consideración de las verdades eternas, de las leyes divinas, de Dios”. El ritmo frenético, el vaciamiento de interioridad, la cultura de lo fatuo y de lo efímero, la fiebre del consumismo y lo fácil, la vida llena de sensaciones pasajeras, hace que el hombre se olvide de su alma y de Dios. Por eso - sigue la cita del Pontífice iniciada más arriba- la contemplación obliga “al hombre al interior trabajo del espíritu, a la meditación, a la reflexión, al examen de sí mismo”, y eso constituye “una admirable escuela de educación para las facultades humanas: la mente aprende a reflexionar, la voluntad se fortalece, las pasiones se sujetan, la actividad externa recibe una dirección, una norma, un impulso eficaz”.

¿Cuánto tiempo hay que dedicar a las cosas de Dios? Veamos lo que hace M. Magdalena, pues esa alma enamorada nos enseña que sin intimidad reposada de la Escritura y contemplación ante el Sagrario, es fácil olvidarse de Dios. ¡Cuántas cosas podemos ganar en la intimidad de su lenguaje, de sus confidencias con Jesús, de su hablar franco, de su amorosa sinceridad, la fuerte pasión de sus gritos entusiasmados, las invocaciones, en definitiva la profundidad de su amor. Y nuestro mundo, donde la vida parece valer cada vez menos – ¡violencias y guerras! – la palabra amor – siendo los dos amantes seguros y ciertos – es para nosotros una prueba, un espléndido aprendizaje de cómo se aproxima el alma a Dios, como se habla, qué se experimenta al estar cerca de Él.

Y todo esto aparece en las pocas “aspiraciones” de M. María Magdalena. Su amor verdadero está por encima de las modas de los tiempos, permanece siempre ese amor, porque la salvación es siempre el verdadero problema del hombre, lo sepa o no, esté o no de moda, se crea en ella o no; y quien nos pueda dar un entrenamiento para salvarnos, un simple aviso o advertencia, una traza por donde caminar, será siempre apreciado. Al ver que son personas que han vivido a nuestro lado, como nosotros, con sus debilidades y miedos, con nuestras caídas y nuestra confianza, nos impresionan aunque no las hayamos conocido. Especialmente cuando conocemos aspectos de su vida íntima que no aparecían a los ojos de los demás.

Hoy tenemos necesidad de esos ejemplos, verdaderos y auténticos. Como decía Pablo VI, más que maestros necesitamos testimonios vividos. Queremos sentir que las personas espirituales, quizá, los santos, son como nosotros: tienen sus penas, sus tormentos, sus dudas, el miedo de equivocarse, de engañarse, de dar pasos hacia atrás como los cangrejos. El amor mismo no está inmune de penas; y también está el “enemigo” del amor que siempre está dispuesto a darnos falsas imágenes de lo que es la santidad, y nos provoca con sus disfraces de falso ángel de la luz...
De las personas espirituales queremos saber cómo se hace, cómo lo han hecho para vivir con Jesús una eternidad ya en el tiempo. ¡Y será el amor la única solución del problema!

Sabemos que la santidad no se nos niega a nadie, pero nos da miedo, nos refrena, nos hace equivocar el camino la falsa humildad de no sentirnos capaces de querer ser santos también nosotros. Y así, nunca nos lo proponemos. Y hay tantas almas que en secreto tienen experiencias místicas, quizá no como las de M. Magdalena – pues los fundadores necesitan un trato especial – pero de algún modo tenemos todos esas luces de Dios, basta saber escuchar para conocerlas, para conmovernos, para aprender, para dejarnos llevar de la mano para hacer la voluntad de Dios, que en esto consiste la santidad más que en arrobamientos y cosas extraordinarias.

Dios está para todos, también para los que no lo quieren admitir, para los que no lo quieren conocer, para los que no quieren hablar con Él. También para quien no sabe hablarle. Pero Dios, que obra siempre en la historia – y es miopía no verlo, no sentirlo – no tiene necesidad de palabras (“no el que dice ‘Señor, Señor’...”), conoce todos los lenguajes, las leyes de los corazones, da sentido a nuestros balbuceos. En la vida espiritual muchos somos los que nos encontramos como balbucientes, como niños, o mudos, porque no queremos seguir quienes hablan por nosotros, quienes ya lo conocen todo, gestos y lenguaje oral, ¡porque han buscado a Dios, y Dios les ha respondido siempre! ¡Ojalá que sea conocida su misericordia y su bondad, reflejo de la de Dios!

No buscar a Dios, creyendo que es algo prescindible, auque sólo fuera porque es una renuncia implícita a conocer el Amor, acaba por ser sólo un querer obstinadamente encerrarse en los limitados confines de nuestra presunción – no en la razón, que es capaz de ser iluminada por la fe – y es querer valorarlo todo sobre la base de nuestra pequeñez. Nuestros sentimientos humanos, también los más íntimos y sutiles están siempre sometidos a la desilusión, a la frustración, al rechazo. Y renunciando al verdadero amor se termina permaneciendo al exterior de las cosas que no duran. “In interiore homine stat veritas”: la verdad está dentro, en el interior del hombre.

También la muerte está allá para recordarnos que vivimos sólo en el tiempo, para prepararnos para lo eterno, en la salvación que el Verbo nos ha dado, de la única Palabra que salva. Y la santidad, que es amor total en Dios, no dice nunca basta, nunca hay bastante de ella, como del amor. Los santos reflejan a Jesús, en algún modo, son modelos especialmente en algo. Todo modelo es diverso y siempre bueno para darnos un consejo, una simple advertencia, para indicarnos una vía, señalarnos un modo, un método, un camino, que está siempre a nuestro alcance y siempre es posible el tomarlo, practicarlo.

Decía Santa Teresa que ella escuchaba cuanto se decía a su alrededor: quizá, sin saberlo, aquellas palabras eran para ella, contenían un mensaje oculto para los demás, pero para ella muy útil. Así nos habla Dios tantas veces, basta estar atentos para captar los signos que Dios siembra en nuestro camino, flor a flor.

Especialmente cuando a lo largo del camino encontramos personas a las que conocemos por sus escritos, o tenemos experiencia de la obra que han dejado. Almas de una altísima espiritualidad como la Madre M. Magdalena, que profundiza hasta lo más íntimo de sí misma, y nos ofrece, nos revela, nos acompaña, nos consuela, nos ayuda. Bastaría, en ese viaje hacia la santidad en el que todos estamos embarcados, injertarnos, entretejernos como en un entrecruce, sobreponer los ejemplos maravillosos que se nos ofrecen y perseverar con la misma constancia. Con aquel mismo amor. ¡Esto basta!

Sin miedo a caer, sabiendo volver a levantarse enseguida y proseguir, con la ayuda de Dios y de tantísimos ejemplos que de todos los lugares llegan a nuestro conocimiento. Bastaría mirar alrededor, escuchar más las voces del corazón, abrir la mente a Dios, rezar, rezar y rezar más, velando para no caer en la tentación. Pero no dejemos solo a Jesús en el huerto de los Olivos... ¡Ahora está allí en el santo Tabernáculo! Y continúa amándonos, sin pausas... ¡si tan sólo nos parásemos unos instantes en esa carrera sin fin!

He aquí cómo acercarnos a los escritos – con una tranquila meditación podremos revivir el escuchar su voz apasionada – y a la experiencia espiritual de M. Magdalena de la Encarnación. Es ver qué significa en verdad pensar a lo grande, como enseñan todos los místicos, abrir el corazón y la mirada a un mundo interior inmenso y riquísimo de sentimientos y de intuiciones, de orientaciones espirituales. Ello nos puede ayudar a ver que no estamos solos, que el mundo no acaba en nosotros y nuestros pequeños sueños. Ni tan solo en las ilusiones pintadas por la ciencia, los espejismos seductores de la técnica... En fin, que si miramos bien estamos más rodeados de tinieblas que de luz, de amenazas de todo tipo, de guerras y enemigos invisibles que de pronto siembran la muerte de los inocentes. ¡Cuánto quisiéramos, que el progreso tecnológico contuviera semillas de salvación! Precisamente porque nuestro mundo se ha convertido en una unidad global, donde todo sería para todos si no fuera por el egoísmo, por la prepotencia, la ceguera de la avaricia individual o de grupo. ¡Cómo quisiéramos todos que la salvación fuera global! Esto lo han querido muchos, y lo ha deseado la venerable M. Magdalena de la Encarnación.

He aquí porqué hemos de pensar en cosas grandes, tomar los ejemplos, sorprender los pensamientos escondidos por los corazones generosos, adherirnos y caminar un poco con ellos. Ellos nos acompañan, aquellos santos nos observan y nos guían.
Nos dirigimos a la meditación de unas “aspiraciones” que son por su carácter “amorosas”, que la Madre escribe, con infinito amor, a mano en pequeños papeles, aquí recogidos juntos para ofrecernos una meditación que ayude a sus hijas espirituales, y ahora a todos. Son sus íntimas motivaciones, el coloquio encendido que en su alma tenía con Jesús, en una tensión amorosa que permanentemente la llevaba a la búsqueda de la verdad. Y aquí la verdad es siempre y sólo amor, esto es, Jesús.

Para todos está abierta la puerta del amor, todos podemos aprender en esa escuela, especialmente del ejemplo de los que tienen de él experiencia, que hacen del amor vida, esa experiencia a veces también es dura y dolorosa, pero siempre preciosa. Es como si se pudiera enseñar un método, comprobado en primera persona. Así es para la Madre, que ha conocido bien cómo el amor resuelve todos los problemas para quien se libra completamente a Él. Basta fiarse de Jesús, reconocerse humildes seguidores, creer en Él y no dejarse engatusar, embaucar por los que se llaman maestros y que son falsos, siempre dispuestos a deludirnos, y que hablan, hablan, y no paran de hablar. ¿Pero harán alguna vez aquello que nos piden que hagamos nosotros? El amor de Dios se conoce por las buenas obras, se distingue bien entre quien lo ama de verdad y quien sólo hace alusiones.
Hay personas verdaderamente espirituales que pasan a nuestro lado, sin que quizá las reconozcamos, y son distintas a las demás, tienen algo especial, como M. Magdalena: nos ofrecen su singular experiencia, nada más. Pero a veces no nos la proponen directamente, como imponiéndola, se limitan a ofrecernos su experiencia, y en ella vemos mensajes de todo tipo, que nos hacen descubrir la verdad de lo que dicen en lo que vemos en esas almas. Son como iconos santos de la verdad, experimentada en primera persona. ¿Cómo no creer entonces que el amor induce a amar?

Estos papelitos con pensamientos que la Madre ponía por escrito en momentos de sus soliloquios con su Amado fueron conservados por muchos años en el archivo del monasterio de Turín, después del examen por parte de la Congregación para la Causa de los Santos se transfirieron al archivo histórico del monasterio que en Roma tienen las Adoratrices del Santísimo Sacramento. Han sido publicados, y aquí se acompañan de unas breves reflexiones. No pueden ser ignoradas para el gran público, pues la santidad es para todos, no sólo es cosa de religiosos o de votos o de obediencia a Reglas. Lo que vale es la voluntad de amar, esa sabiduría auténtica de la caridad, con la fe y la esperanza, nada más. En soledad el alma se une a Dios, no hay en esa intimidad alternativas en el amor o compañeros de viaje. Y en ese lenguaje de amor las palabras humanas son muy pobres, no bastan, porque no importan tanto en qué se dice sino cómo se dicen, y a quién se dicen. Y sobre todo, si se realizan en las obras.

Esto se verá en el vocabulario aparentemente pobre de M. Magdalena, que parece repetir siempre con las mismas palabras, y ahí está su frescura y su belleza, decir todas los matices de un sentimiento único e infinito por la misma persona con las diversas intensidades y tonos... eso requiere una constancia extraordinaria y una esencialidad profunda: aquí la perseverancia es la del amor que no acaba nunca, que se alimenta de su propia insistencia para aproximarse, despacio despacio, poco a poco cada vez, a acariciar con aquellas pocas palabras un amor único e interminable, que se nutre de sí mismo ofreciéndose a todos. ¡El amor nos enseña a amar, si queremos! Se convierte en la única palabra importante, justa y honesta: amar o no amar, que es dejarse llevar por la indiferencia. Las palabras embriagantes de la Madre bien pueden penetrar dentro de nosotros, y como una bomba transmitir ese desbordarse de amor, en un amor que va más allá de las palabras pues nos revelan el rostro y amor de Dios. He aquí el significado de las “aspiraciones” de la Madre que bien podrían ser ahora nuestras: aspirar profundamente a amar, porque es la amistad con Cristo. También nosotros hemos probado a dejarnos cantar dentro esas palabras y hemos visto que de la palabra nace palabra, del grito nace el grito, con inmensa esperanza.

Estas aspiraciones son como rápidas y espontáneas invocaciones, súplicas, que componen versos que juntos componen una canción que es precisamente el testamento que la Madre quería dejarnos, un único y exclusivo reclamo de amor; componen una poesía hecha a base de emociones y testimonio personal, deseos y suspiros del alma, gemidos espirituales dirigidos a Jesús y que aspiran a elevarse hacia Él, a través del espíritu. Son un grito apasionado.

No tienen un orden cronológico, ni lo exigen, son declaraciones generosas, explosivas de amor, esos gritos apasionados que ella lanza a Jesús su amado Esposo, quien no puede ni quiere olvidar nunca, nunca... Esa realidad totalizante es lo básico en los escritos que tenemos entre las manos, ella ha bebido en la Escritura y su experiencia interior este todo, que es Cristo. Cada palabra para ser bien entendida necesita esa perspectiva: va dirigida a Cristo, desde el corazón palpitante de M. Magdalena. Son pues unas lecciones de amor, y vamos a escucharlas con humildad, leyendo en meditación y en una confrontación también de cada uno de nosotros con Jesús, así nuestra alma será también un templo sagrado de amor. La intensidad de ese amor con que fueron escritas podrá ser así revivida, pues expresan una verdad vivida directamente. Y sabiendo que las palabras son solo palabras cuando no conocemos la pulpa, la interioridad que les ha dado vida, en este caso el diálogo humano y divino.

Descorriendo como una cortina esa interioridad de las invocaciones, se respira el espíritu del corazón de la Madre, lo que animaba su alma, lo que sostenía su palpitar interior, el de una mujer entre las más excelsas de la cristiandad, que esperamos sea más y más conocida en este mundo tan árido y privado de amor; porque la definición más exacta que podríamos darle, entre todas las posibilidades, es la de “enamorada”. Enamorada de Jesús. ¡Cuánto podemos aprender de ella!

Ya se perfila que las “aspiraciones” son en verdad suspiros y propósitos, sugerencias interiores y posibles pistas para caminar, lances ardientes, temblores y agitaciones del corazón y del alma. Todo ello dirigido a Jesús, ya que a Él sólo anhela esta alma, y nada de lo que dice se entendería si no fuera en la óptica del ardor con que el corazón de la Madre sabe amar, de modo total.

Aquí está la especial vocación que dentro de la Iglesia y en la sociedad describía también la humilde carmelita de Lisieux “en el corazón de la Iglesia yo seré el amor”. Así la Madre, en la Iglesia, es testimonio vivo de la verdad del amor. ¿Y cuál es el modo, el camino que ha recorrido? Es la adoración eucarística perpetua, la meditación intensa ante el Santísimo Sacramento, a la luz de aquella “luz”, que será para ella y para las numerosísimas hijas espirituales como un sello del amor recíproco, como un símbolo del incansable y totalizante amor de Dios por la humanidad, hecho tangible con su presencia real en la Eucaristía, su principal estímulo de ofrecimiento de su vida entera será solo y exclusivamente el amor hacia su Creador. La Madre es una criatura verdaderamente excepcional que ha dedicado su vida enteramente al amor, no ha hecho componendas ni medias tintas, piénsese a su coherencia, a la fuerza espiritual en arrostrar pruebas como el exilio y las humillaciones, defendiendo con coraje su fe y su ideal, con tenacidad y sin descanso... En ella encontramos claramente, de modo absoluto, confirmado el aspecto femenino del amor, que la naturaleza le ha confiado de hacer fructificar como el talento del que habla el Evangelio: su extremada sensibilidad, el ardor apasionado, la delicadeza en el sentir, su finísima dulzura y al mismo tiempo su firmeza, hacen de la Madre una mujer enteramente realizada, en cuanto ha tenazmente perseguido y encontrado en su vida terrena una finalidad, un motivo y una razón sustancial en el amor hacia Jesús. Desde las cosas de la tierra llega a las eternas, dando sentido a lo cotidiano, que a veces tiene una visión equivocada, poco constructiva, si no vaga e insignificante por no advertir el valor que esas cosas tienen cuando se ama a Dios.
Afloran esas invocaciones del alma serena y madura de la Madre, y nos hablan de ese amor que llena toda la existencia, amor que tiene infinitas sugestiones y variaciones que también suscitan sentimientos diversos en el lector aún con las mismas palabras, y que nos animan a preguntarnos: ¿por qué no ser santos? ¿por qué no probar a amar?

El comentario de esas invocaciones es sólo una aproximación, un intento que ha tenido que probar a superar algunas dificultades: la primera, que las pronunciamos pasado un tiempo, en un contexto cultural y de significado de las palabras diverso; pero más aún está el hecho de que son palabras escritas en sus diálogos con el Verbo, y ahí es más difícil todavía de entrar. Son escritas aparentemente dispersas y sin orden, pero puestos a buscar una línea que nos guíe, es ésta: el abandono en Aquel que la ama con eterno amor, es el descubrimiento que ella hizo y que la conmocionó totalmente. No quiso rechazar ni retrasar su respuesta y abrazó completamente esta vocación al amor sin replanteamientos, haciéndose toda ella como la quería Él, sin pensar en otra cosa. Precisamente éste fue también el motivo de adoptar la Regla de San Agustín, pues buscaba una que estuviera centrada en la exigencia del amor, no quería una regla demasiado rígida para el tipo de vida de sus hijas espirituales, que tendrían adoración nocturna continua y por tanto no quería imponer más penitencias de lo debido, y quería que fuera el amor el fundamento principal. Además de los consejos del agustino ven. Bartolomé Menochio, obispo con quien se aconsejaba, fue decisivo para escoger esa Regla el ideal eucarístico que inflamaba el corazón de M. Magdalena y que se reflejaba según ella muy fielmente en las enseñanzas de San Agustín.
Esas lecciones nos ofrece, confiarse totalmente al amor, sostenidos por la intercesión de aquella que antes que nosotros lo ha bien comprendido y lo ha experimentado. La Madre es modelo especial, a la medida de nuestra generosidad, si sabemos aprender a vivirlo.

Este es la invitación y el deseo para los lectores, que el ejemplo vivido por la Madre nos sirva de ayuda y de ánimo para los que dudan, los que están viviendo el sufrimiento o el temor, porque el mensaje que nos trae es el de total confianza en Dios. Encontraremos seguramente aquello de lo que tenemos necesidad, dentro de este mensaje reconfortante: al final, el amor de Cristo vencerá sobre todo mal, y esta verdad se realiza ya en germen en cada día de nuestra vida en la tierra, y de ello tenemos experiencia en la medida que la fe nos hace ver las cosas como las ve Él. Fruto de esta confianza es identificar nuestra voluntad con la suya.

Esto nos lleva la visión que tuvo M. Magdalena el 19 de febrero de 1789, y con ello acabamos como empezamos la presentación. Aquel “día de la luz” que se vive en la comunidad desde hace más de 200 años, con ese carisma del que participan tantas adoratrices que siguen su intuición providencial: ¿qué hay mejor que corresponder amor con amor, si no adorar el Amado en silencio ante su Misterio?
Porque está aquí la experiencia de este magisterio místico: colocarse ante Dios, dirigir a Él todo sentimiento y toda moción espiritual, darse enteramente a Él, expresarle y contarle que nos confiamos totalmente, con fe, en la fidelidad, restituir a la vida del mundo su significado relativo para dirigirnos del todo al cielo, sin olvidar la caridad hacia nuestro prójimo. Es en esta universalidad del amor donde encontraremos la mejor definición de lo que somos.

El espíritu de la Madre está lejos de una contabilidad meticulosa en una búsqueda de la perfección llena de sutilidades y mercantilismos, de pesar aspectos positivos o negativos de todo... no hay que quedarse en lo que nosotros hacemos pues no es lo más importante, lo que cuenta es el amor, de suyo infinito, que Dios tiene por nosotros, y en nuestra correspondencia basta amar en serio, con obras que expresen esa totalidad de sentimiento, medimos nuestra poquedad con la totalidad de Jesús y eso nos lleva a expresar continuamente en nuestro corazón, en nuestros labios, nuestra mente, nuestros gestos, este amor por Él solo, nuestro Jesús. Él pensará en cómo superar nuestras incapacidades o mediocridades, no hemos de preocuparnos demasiado de ello pues así como nos ha abierto las puertas del cielo, nos ha restituido la amistad con Dios y ha vencido la muerte, también Él nos enseña el justo sentido de nuestra vida.
Ante un mundo de prisas en el que falta tiempo para todo, que no conseguimos hacer todo lo que nos proponemos, la pregunta es: ¿qué sentido tiene todo lo que hacemos, para qué o para quién lo hacemos? Lo podemos plantear de otro modo: ¿cuánto amor ponemos en todo lo que hacemos? ¡En lo grande y en lo pequeño! Ahí está la clave. Y el único camino es la plegaria.

Leyendo de cerca las “aspiraciones” se puede apreciar la sencilla elegancia de lo vivido, la adhesión del corazón y la mente y no sólo de los ojos, la elegancia del alma y de su delicada plenitud que se transparenta en la escritura, en su apasionamiento, en la propuesta de una experiencia maravillosa.

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1. “Mi Amado y mi Bien, este corazón mío brama el vivir languideciendo y luego morir amando”.
La primera de esta serie de aspiraciones amorosas de la ven. María Magdalena de la Encarnación inicia con una afirmación-invocación de amor (“amado”): lo ama desde el comienzo; y le dirige el posesivo “mi” para indicar que a quien dirige sus cuidados es ya “suyo”, le pertenece en el amor. Porque la Madre quiere inmediatamente ser una sola cosa con aquel Bien, que es objeto de su único vivir, en su deseo más fuerte.

Después desvela el nombre del amado, reconoce el todo amado que es su
Todo al mismo tiempo como el “Bien” con mayúscula, todo lo que hay de bueno en absoluto. Sólo Dios es todo el bien. Y en el amor hará de sí misma una sola cosa con Dios, en el signo del amor único. Es una confesión de amor al Amado ferviente y desbordante, su corazón con lo que tiene más íntimo de escondido e inaccesible a los ojos extraños, va dirigido sólo y exclusivamente hacia aquel “Bien” infinito. Ella está hecha sólo para el Bien, cosa rara en la tierra...

Es precisamente su corazón (“este corazón mío”), toda ella que está involucrada por entero en este acto de amar, y no sólo de amar, sino más aún de “bramar” (“brama”) una sola cosa: vivir de una determinada forma; un único deseo muy grande, un único sentimiento en la unidad del corazón, el amor con una entrega total de sí misma. En la vida y por la vida, como también en el dolor y por el dolor, aunque la vida misma sea aquel dolor sin reposo. Más aún, el bien es precisamente aquel compartir el sufrimiento hasta el fondo.

Es aquel “vivir languideciendo” lo que nos revela la íntima tensión y el celado deseo del corazón de M. Magdalena; ella quiere vivir, pero de un modo único y dirigido hacia aquel “Bien” con una grandísima profundidad y con una continua conversión hacia él, sin descanso, éste es el sentido del gerundio en el verbo languidecer: consumarse, gastarse como una vela en una progresiva e inexorable debilidad, como quien usa las fuerzas sólo para amar y no para vivir (“languideciendo”). Aún cuando el tiempo sea un entramado de sufrimiento y aquel sufrir sin tiempo, que era eterno, es Jesús, ¡bienvenido sea!

Pero M. Magdalena no se contenta con pasar una vida con el deseo de desgastarse, apagarse, debilitarse por amor: quiere tal aniquilamiento que la lleva a la muerte por amor, pero siempre que ese morir sea debido al incesante gastarse amoroso. Para estar siempre más cerca de Dios. Siempre menos de sí misma y siempre más de Dios por amor al Él.

También aquí, en el verbo amar al gerundio (“amando”), M. Magdalena expresa su firme propósito de continuar sin fin la acción del amor hacia aquel “Bien” incluso más allá de la muerte, porque es la única posibilidad que le queda del paso a la eternidad; y no renuncia a esa facultad. Renunciar al dolor sería renunciar a su único poder que es en Cristo, más que la vida y más que la muerte.

2. Amado Jesús, ven hacia tu Esposa que no brama otra cosa sino que sus ojos te vean pronto.
Ahora que ha sido revelado el nombre de aquel “Bien”, identificado con Jesús, la Madre añade el adjetivo “amado”, esto es, aquel que es amado de modo apasionado, único y con una elección definitiva, a quien se dirige una invitación: ir al encuentro de su “Esposa”. Ella quiere potenciar todo lo que pueda, y más de lo que pueda, la fuerza de sus ojos, identificar sus propios ojos con los de Cristo en un encuentro directo e inefable, como dice en el “Cántico espiritual” san Juan de la Cruz. Por eso la Madre dice:
“Hijas... vuélquense en la adoración a Jesús Sacramentado que está allí realmente presente.
... El las ama, y porque las ama, las ha llamado aquí para adorarlo, alabarlo y presentarle sus más sinceros y humildes actos de respeto y veneración” (Exhort. III).

M. Magdalena se ha llamado “Esposa”, porque una unión tan alta y profunda entre ella y Jesús es ya un vínculo nupcial, no hay otras expresiones humanas para explicar aquella ligazón que se ha instaurado. Y se añade también que ella es propiedad de Él, sin medias tintas, y que no tiene otros deseos o aspiraciones que la unión amorosa con Él.
Para la Madre fuera de Jesús hay el “nada”, un abismo que sólo puede suplir otro abismo de amor, mejor aún: nada más, y en particular, nadie más (ninguna “otra cosa”) pueden sustituir su “amado”. El amor se reconoce sólo en su amor. Esto implica atención, “...el candor virginal es semejante a un cristal, que se empaña con el mínimo aliento” (Const. 1818, VII).
Y todavía afirma que “brama”, esto es, que todas sus energías, casi con un grito que le sale de lo más profundo, deseando sólo y exclusivamente que sus sentidos (“ojos”) consigan unirse con Jesús.

Más aún, Ella sufre como con ardores de fuego, y se le nota una prisa, una inquietud, desasosiego amoroso, en el que el sentido visible y más excitado de su búsqueda del amado, y aquel “vean pronto” no es otra cosa que una ferviente plegaria para que se acorte más y más la distancia espacio-tiempo existente entre los esposos y su deseo de poseerlo de lleno se realice en la unión final.
“Aquellas mujeres que consagran a Dios su virginidad... ocupan un grado más elevado de honor y santidad en la Iglesia; ya que también ellas participan, junto con toda la Iglesia, de aquella boda en la cual su esposo es Cristo” (S. Agustín, comentario al Ev. de S. Juan 9, 2): la Madre ha dado de ello testimonio con su vida a sus hijas, para que también ellas “se sientan elegidas por Cristo y dedicadas a Él, presente en el Sacramento, y no cedan a nadie su propio amor” (Const. 1985, 34). “Las Adoratrices deben desear únicamente agradar a Jesucristo su esposo, amándolo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y al prójimo como a sí mismas” (Const. 1818, VII). Y todos podemos sentir, como dirigido a cada uno, las palabras que el profeta pone en boca del Señor: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22).

3. Oh Jesús, Jesús mío, tu dulce nombre me calienta y me enciende este pobre y frío corazón mío.
Mientras que primero el deseo que consumía a la Madre era de ver cuanto antes a Jesús, ahora aquella brama se dirige hacia la búsqueda del calor que emana de su amado.
La invocación repetida dos veces “oh Jesús, Jesús mío” indica el deseo ardiente y la gran solicitud de que su reclamo sea escuchado: con solo pronunciar el nombre del amado el alma de M. Magdalena se conmueve y se llena de agradable sensación. Pero se necesita toda la llama viva para poder gozar del calor en toda su intensidad.
Es estupenda y fascinante la propiedad del amor, del amante que transmite al amado sus sentimientos y entre los dos se instaura una recíproca comunión de bienes y de valores, en los cuales quien más es capaz de amar y de darse vuelca sobre el otro cuanto posee de bueno y querido. En este caso, el alma reverbera al sólo recuerdo del “dulce nombre” de Jesús, todo su calor amoroso que tiene la propiedad de inflamar por contacto el corazón de M. Magdalena, que en relación al Sumo Bien lo considera bien poca cosa y gélido (“frío”). La palabra “frío” contrasta con el tono apasionado con que la Madre escribe. ¡Es que se trata de un fuego del que nunca se tiene bastante, y el calor más grande del alma humana no es más que frío comparado con el fuego infinito de Dios!

Ella tenía dieciocho años y toda la vida por delante, cuando escogió ese camino de amor, lo escogió a Él y se despidió de su padre con estas palabras: “papá, he llegado adonde me quiere Dios. Bendíceme y goza tú también de esta gracia que Él me ha hecho”. Y añade: “he conocido cuál es la voluntad de Dios para mí, la de consagrarme a Él para siempre y la he seguido libremente. He renunciado a cualquier otra vida, a cualquier otro amor”. Jesús será el centro de todo, aquel que se hizo uno de nosotros humillándose a sí mismo y obedeciendo hasta la muerte de cruz (Fil 2, 6-8): tomo por eso el nombre de María Magdalena de la Encarnación, es decir de Jesús.
Así pues, este es el testimonio de que el corazón del hombre, aunque pequeño y limitado (“pobre y frío”), tiene sin embargo la capacidad de inflamarse de amor y de contener y recibir, dentro los límites de la naturaleza humana, las solicitaciones de este fuego de amor que su Creador en todo momento le envía. Basta quererlo y basta saber reconocerlo: aquí está la grandeza de M. Magdalena; ella ha reconocido en el “nombre” de su Amado la fuente de la riqueza y del secreto del amor infinito, y ha entendido que sólo Él puede darle la plenitud absoluta de satisfacción que anhela su corazón. ¡Y eso es lo único que cuenta para ella!

Es de notar, también, que basta la invocación del nombre para encenderse en el alma. ¡He aquí porque cualquier otra palabra es nada, ante la palabra de Jesús!

4. “Amado Bien mío, busco en el pecho mi corazón. Y lo encuentro, prisionero entre tus cadenas...”
M. Magdalena, cierta del amor de Dios, ya segura como una esposa, continúa en su ascensiones amorosas y en la prisa, y en el deseo sin freno de poseer a Jesús, va a la búsqueda en primer lugar de su corazón (“busco”). Aún antes de estar lista para amar, dedica su energía para comprender dónde se encuentra su corazón, esto es hacia quién está dirigido, y a quién pertenece en aquel momento, porque debe vaciarlo y dirigirlo sólo en dirección hacia el amor a Jesús: sin esta acción preliminar, el amor de Dios no podrá nunca llena su alma, porque la encontraría ocupada por otros pequeños amores que le impedirían recibir el Absoluto. ¡Si existe el corazón, éste se ha de llenar de amor, de otra forma no sirve de nada! Sería como no tenerlo, si no se puede dar. Y ¿a quién darlo? ¡Solo a Jesús!

Pero M. Magdalena en su búsqueda atraca, hace puerto en el “pecho”, esto es, su “corazón” está en el lugar justo, está disponible para recibir a Jesús, más aún: Cristo mismo, antes incluso que ella iniciara su obra de discernimiento, la había ya tomado el corazón y lo había capturado sólo para Él, quitándoselo a todos, sobretodo a sí mismo para vincularlo a sí lo más estrechamente posible (“prisionero”). Será Jesús mismo –en aquella prisión particular- la libertad reencontrada, o mejor dicho la única libertad. Así ella deja su pretendiente porque encuentra el mejor partido.
Las “cadenas” son el símbolo del profundo amor que es como un abrazo entre ella y Jesús mismo, una vez encontrado el corazón de M. Magdalena, Jesús no lo deja más, sino que lo envuelve y lo acerca siempre más a sí por medio de la unión transformante que tendrá completa realización en la otra vida. Es de notar que las “cadenas” son de Jesús (“tus”) y de nadie más, y ni siquiera M. Magdalena hubiera tenido tanto poder ni ardor, sino que sólo Él ha tomado la iniciativa y ningún otro podría hacerle la competencia.

Es también de notar que la búsqueda de la Madre se dirige hacia un lugar, el “pecho”, que es donde en cambio no se encuentra ya su “corazón”: parece que haya ahí un instante de aprensión, porque en el lugar donde tendría que estar aquel órgano, no lo encuentra, más aún, con maravilla para ella, lo encuentra en otra cosa, entre unos brazos fortísimos que aprietan fuerte (“cadenas”)... He aquí el amor total, he aquí el amor absoluto, que no tiene límites y que te mete, te liga, te aprisiona, para que tú no te vayas de él, no escapes, te dejes llevar del amor que desea todo tu ser. Y no nos maravillamos de la búsqueda, porque está precisamente aquí el punto: ¡buscar el corazón, encontrarlo en Dios y dárselo, dejarse aprisionar! ¡Y es Jesús quien lo hace todo!
Cadenas que encierran a Jesús en el tabernáculo, y que hacen proclamar a la Madre: “oh Jesús, Salvador mío... yo os rindo todas aquellas humildes acciones de gracias que me son posibles, por haberos encerrado de un modo así, amoroso... y tan incomprensible, en este Sacramento divino, a fin de ser allí nuestro único Sacrificio, nuestra Víctima suprema y el alimento espiritual de nuestras almas” (Dir. 1814, p. 62). Entren, pues, las Adoratrices en aquel Amor Divino para ofrecer sus mismos sentimientos y su Sangre Purísima y, de esta forma, rendir con Él, al Divino Padre, un culto infinito... ahí se realiza el cántico de gratitud de toda la Creación que hace Jesús con su entrega en la Eucaristía. Por eso también dice la Venerable Madre: “oh Jesús mío, haced que yo viva en Vos, me haga parecida a Vos y únicamente suspire y anhele a Vos” (Asp. V. M. F.)

5. Dulce Bien mío, en esta valle de lágrimas todo me aburre, y pesa de manera que no deseo ninguna otra cosa, solamente suspiro y bramo de unirme pronto a ti.
El amado de M. Magdalena, ahora es llamado “dulce”, por lo que además de “amado” y “mío”, ese adjetivo está definiendo más y más la fisonomía del Amado. Aún antes de ser para ella un “Bien”, es “dulce”, que es lo que expresa el símbolo más apreciado de los amantes. Jesús es algo agradabilísimo, tierno, amoroso, no hay en él sombra de ningún defecto. Y se pone como el bien para todos nosotros, nos ofrece su dulzura, su bondad.

En efecto, la ausencia de Jesús es el vacío total y la desolación absoluta, es lo opuesto a la plenitud y la alegría (“valle de lágrimas”), la lejanía de Él es como un exilio en tierras desconocidas, áridas y frías, porque falta el calor que sólo de su “nombre” emana y produce frutos de verdadero goce.
He aquí por qué la Madre expresa desolada y abatida su disgusto en vivir lejos de la perfecta unión con Él: sobre esta tierra, todo parangón posible con alcanzar la posesión embriagante de Dios es cosa engorrosa, nada consigue aplacar en ella la brama de tenerlo para siempre. Ni siquiera todo lo creado consigue suplir la falta de su amado (“todo me aburre”), es más, todo es motivo de sufrimiento (“pesa”). Como una opresión, una angustia, un encogimiento del alma, algo que nos rodea de inutilidad, de inercia. Y el vacío pesa más que lo lleno, porque es insoportable.

Ahora ya, después de haber descubierto y encontrado la inefable dulzura y alegría del amor, M. Magdalena no se detiene más, pensando sólo en que llegue el día en que su unión será completa y duradera con aquel Jesús suyo, que por el momento no puede poseer con plenitud; de aquí la velada tristeza y el languidecer total que la rodean.
La Madre reconfirma su prisa (“pronto”), no puede ya más, y aún suspira (“solamente suspiro”), jadea, se agita, pasa momentos interminables de vacío total, porque nada más la sacia (“ninguna otra cosa deseo”), solamente su amado podría curarla...

Por el momento, el día de la plena consecución de la unión no ha llegado, y M. Magdalena debe aún sufrir la distancia y continuar a languidecer en esa monotonía cotidiana, donde su amado parece lejano, parece incluso que no llega nunca, y todo esto que la rodea no hace otra cosa que aumentar el aburrimiento y el deseo de vivir cerca de Él. Ningún intruso o advenedizo podrá nunca quitarla del deseo del amado Jesús. Es más, la comparación con otros aumenta en ella aún más el consumirse por poseerlo, porque es el único e irrepetible a quien puede dirigir su amor. Cualquiera otro que no sea el Amado es la nada, ¡aunque estuviera nuestra habitación llena de gente!

6. Tu esposa, oh Jesús, te invoca y grita: aplaca en ti, o mi amado Bien, tanta ira.
Ahora que la esposa pertenece completamente al Amado, se puede enorgullecer de sus derechos y arder en peticiones, en cuanto el amor ha transformado su corazón a la medida del otro, tanto que no tiene ya temor de perder a Jesús, y segura de esto, tiene la confianza de que Él la escuchará y atenderá sus peticiones. Pero, sobretodo, la Madre ha abierto el corazón a la confidencia, y no se tiene de invocar fuertemente, de pedir aún a gritos. Y que el Esposo escuche, venga, intervenga, se presente a quien está llena de amor por Él. Sólo por Él. Parece que oímos lo que nos decía la Venerable Madre: “De cuántos bienes os perderíais si aún por un momento no correspondierais fielmente a esta voluntad, si vuestros pensamientos no fueran todos suyos, si los afectos de vuestro corazón no estuvieran totalmente inspirados por su amor, si estuvierais enfadadas en su amable presencia, y si vuestro fin fuera otro distinto de darle al Amadísimo de nuestras almas toda la alegría y la gloria que le quitan los pecadores, ¿no os acordáis que su Corazón divino queda herido por los pecados del mundo y por vuestros pecados, si también los cometéis y si no los odiáis y si no estáis enamoradas de Él? (Exhort. III).
Y en cuanto domina el amor mengua toda ira, toda pena se hace soportable, toda indignación. Se va descubriendo aquí a divisar el oscuro escenario del pecado, de la falta de amor, de la indiferencia, de la repulsa...
M. Magdalena se califica tranquilamente como “tu esposa”, el requerimiento de toda petición se hace no a nombre de una criatura cualquiera, sino de la esposa, lo que le da derecho de poder interceder ante Él; de pretenderlo, de hacerse escuchar, de acceder a Él para todo lo que se le ocurra: especialmente para pedir por todos aquellos que no conocen a Dios, no quieren saber nada, es más, que le ofenden con mil violencias.

Pero la Madre no llega sólo hasta aquí: implora, grita (“invoca y grita”) como lanzándose premurosa a los pies de Jesús y le tirase de la ropa confiada de ser acontentada. Su petición no es otra que aquello que el mismo Jesús quiere dar, las peticiones de los dos coinciden plenamente, hay una sintonía entre ellos: ella le pide aplacarse de la ira hacia sus criaturas, pero primero de todo le suplica de aplacarse porque esto podría hacerle estar mal a Él. En fin, es coloquio de amor en el que hay un intercambio de la propia totalidad. E induce a no tener miedo de no obtener, ya que todo le será concedido a la esposa. Ella sufre por todos en la participación del amor de Dios, el único que puede perdonar. Y de nuevo se entrevé aquí el profundo sentido del sacrificio de la Madre y de la confianza en la misericordia.

Aquí es donde se revela el ánimo profundo de la venerable M. Magdalena: aquella ilimitada ira (“tanta ira”) adolora en primer lugar sobretodo a Jesús, infinito amor, por esto le ruega que abandone ese estado de ánimo que es producto de la desilusión amorosa y de la incomprensión, del abandono, de la soledad. También Jesús necesita amor, todo aquel amor que Él da, que está a disposición para todos aquellos que lo aman.
Y M. Magdalena está allá para interceder por los hermanos, pero está allá también para cauterizar y sanar las heridas hechas por la traición en el amor, cuya primera víctima es Jesús mismo. He aquí la participación de la cruz. Es el reclamo del Señor: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh” (Os 2, 21-22). Cuando tantos están dispuestos a abandonar, a perderse, a perder el amor y a perder Jesús-Amor, M. Magdalena siente el profundo reclamo del amor y acude a dar su propio corazón. Por todos nosotros, incapaces de amar...

7. El mundo ingrato te va ofendiendo. Escucha, mi sumo Bien, esta alma que por ti muere languideciedo.
M. Magdalena prosigue en su intento de reconciliar las almas con su Creador, y por esto afirma que los hombres no se interesan en amarlo, es más, hacen lo opuesto de aquella que podría ser una mínima respuesta de amor: aquí se ve también que el tiempo en gerundio indica que se repite en el tiempo ese ofender a Dios (“ofendiendo”), y el amor ha de ser en todo tiempo, en todo momento y lugar. Es la crucifixión que no termina. Aquí está el sentido de reparación de nuestras vidas: nuestro tiempo ha de entrecruzarse con el sacrificio de Cristo, a través del amor. Queremos participar de su cruz, ni que fuera sólo para agradecerle todo aquello que nos ha dado y lo que ha sufrido por nosotros.

La ingratitud es el trazo negativo principal del ser humano, al que un inmenso amor no basta para serle grato al Creador; parece no sentirlo, no hacerle caso, y aún a veces parece que lo ignora; pero la Madre ofrece a su Amado una posibilidad, una elección y alternativa: en la práctica, le dice que preste atención en aquellos pocos que lo aman de todo corazón, sin dubitaciones, que aunque sean pocos no ha de despreciarlos. Parece que la beata M. Magdalena entiende que Dios ama a todos, y que está dispuesto si encuentra un solo justo, a tener misericordia de los otros.

“Escucha”, dice para que Jesús se conmueva, salga de su “ira” y se centre en esa alma particular (“esta alma”) que a pesar de todos los defectos y de las incomprensiones, sólo por ti está muriendo poco a poco, de amor. Hasta ahí llega el amor de la Madre, hasta ofrecer su vida, dedicada toda ella al amor y sólo al amor. ¡Para las salvación de todos! Revive aquello de S. Agustín: “aquellas mujeres que consagran a Dios su propia virginidad, ellas, que ocupan un grado más elevado de honor y santidad en la Iglesia; ya que también ellas participan, junto con toda la Iglesia, de aquella boda en la cual es esposo es Cristo” (Comentario al Evangelio de S. Juan, 9, 2). Llamada a revivir en ella misma el misterio Pascual de Cristo y a corresponder al amor con que Él la ha elegido, ella acepta completar en su propia carne y en su vida “lo que falta a su Pasión” (Col 1, 24), por la Iglesia y la humanidad entera.
M. Magdalena pone el acento en el destinatario de tanto amor (“por ti”), sólo por Jesús ella está muriendo día a día, siempre debilitándose más y quebrantándose para poderlo amar. Tanta energía no puede ser desperdiciada, ¡una vida dirigida y dedicada sólo a Él debe necesariamente tener valor ante sus ojos! Es lo que la Madre pone ante los ojos de su Amado: mira al mundo, pero en el mundo también estoy yo... Este es el momento en que se consuma el consumirse por la certeza del amor, sin falsa humildad, se sabe que es lo que vale la pena, que puede llenar el vacío de aquella falta de amor de tantos. Aún el más pequeño, si ama, es escuchado. Y su amor vale algo infinito, como todo amor generosamente entregado sin límites. Se observa como la Madre va concentrándose en la certeza de su propia alma para suplicar por todos, por la salvación de todos. Y si quiere atraer la atención de Jesús sobre este amor, lo hace por el amor mismo, que no puede dejar de darse todo entero por los demás. ¡O amas a todos o a nadie! Y amas a todos en Jesús, si no Jesús y todos quedan en el frío, precisamente Jesús que es el don permanente de la llama del amor.

8. ¡Oh Serafines del Cielo, que tanto le amáis! ¡La ira de Dios vosotros calmáis!
No sabiendo ya cómo calmar la ira de su Amado, entonces, M. Magdalena, con pensando en el bien de las almas, se dirige a aquellos que por su naturaleza no han cesado nunca de amar de amor puro su Creador: los “Serafines”. Indicando donde residen estos seres perfectos y llenos de amor hacia el Sumo Bien (“Cielo”), ella quiere expresar la cercanía que tienen con Dios, tanto que por eso pueden interceder con más eficacia que ella. Y la Madre aprovecha también la amistad con ellos para pedir su ayuda, para amar más aún. Para que el amor vaya de la mano de la misericordia, y mantenga la fidelidad, siempre, a su pacto de amor; en su caridad paterna y materna con los hombres Dios se mantiene siempre fiel al pacto, aunque los hombres se olviden de él.

La Madre no ha escrito “ángeles del Cielo” sino “Serafines” pues éstos son aún más inflamados de amor hacia su Creador y en un grado más elevado que los demás; de hecho identifica su acción con su amor (“que tanto le amáis”). Y pide con fuerza su ayuda.
La inmensa reverberación de amor que entre los más íntimos de Dios, los “Serafines”, ofrecen a su Amado, les hace capaces de aquietar (“calmáis”) la ira que Él nutre hacia los ingratos hombres. Bien entendido que la ira no es otra cosa que la profunda amargura por la infelicidad del hombre cuando éste traiciona a Dios y su amor; Él siente también la falta de correspondencia de amor, y M. Magdalena se apoya en su confianza en la comunión de los santos, tanto hombres como espíritus bienaventurados, unidos para la salvación de la humanidad y en la alabanza y acción de gracias a su Señor. Y su deseo es que se dé cumplimiento a una gran comunidad de amor que llene cielos y tierra, que el amor venza todo: ésta es su gran cualidad, suprema y única: no hay límite que lo contenga, y todos, tanto en el cielo como en la tierra, deben sentirlo. En este horizonte de amor sin fin el mismo Jesús será quien entregue su amor. ¡Sólo amor!

“Por tanto, aquí estamos, hijas mías, bendecidas con la suerte de los Serafines, adorando bajo la luz santa de la fe, a nuestro celestial Esposo Jesús Sacramentado en su trono de majestad y de misericordia sobre su santo altar. ¡Qué amable es su divina presencia, qué deseable estar cerca de Él!... ¡Mi querido Jesús, atrae a Ti nuestras almas y haz que todas ellas, entrando en sí mismas se abandonen totalmente en Ti, que eres fuente de todo bien” (Exhort. II)
9. ¡Oh Jesús mío, tu misma piedad te lleve a perdonarnos, haciéndote benigno a mis deseos.
M. Magdalena prosigue en su intento de intercesión ante Dios, por los hombres: precisamente porque tú eres “Jesús mío”, y por tanto yo te pertenezco, te pido de venir al encuentro de mis peticiones (“deseos”). Éste es otro de los momentos fuertes de las aspiraciones, el supremo deseo de un alma amante que pro amor pide perdón para ella y para todos. Pero esto sólo puede darse en un diálogo de amor. El amor quiere amor y da amor. Esto, para la Madre es el único significado que tiene la vida: de cara a la eternidad. ¡Pero que esto sea para todos!

Los “deseos” de la Madre no son ciertamente ganas pasajeras de cosas banales, sino que tocan el aspecto de comunión en la Iglesia, implorando misericordia y bondad, para que el Señor se enternezca y se rinda a nuestras peticiones y súplicas como son el ofrecimiento de la propia vida de parte de las almas amantes (“haciéndote benigno”) para que Jesús ayude a aquellos que no se acuerdan, y aún los que ofenden a su Creador. Como si una ola general de perdón se levantara reverberante sobre todos los tiempos y todas las almas que no han querido saber de Dios. Es ésta una espléndida visión totalizante, extrema, inimaginable, excepto para quien cree bien fuertemente en el amor de Dios. Y ve en el creado esta inmensa valencia del amor total, la gran llama que reaviva todas las cosas.

Esto quiere obtener M. Magdalena, que se apele a la misma naturaleza de Dios y a su gran “piedad”, ya que ella sola puede cubrir toda multitud de faltas y pecados, porque Dios es por su esencia amor. Y la invitación a resumir su más profunda cualidad, la de ser bueno por excelencia (“benigno”) será ciertamente acogida. El amor nunca se niega al amor. Esta es la sencilla lección que la Madre nos concede y que ella ha vivido toda la vida para llegar a la felicidad completa de la verdad del amor.

Aún una vez, los “deseos” del Amado corresponden con aquellos del amante, es Él quien infunde amor en ella y la estimula a pedirle perdón para todas las criaturas, para que su intercesión “induzca” la misericordia a actuar eficazmente. Pero el diálogo está volviéndose profundo y amplio de tal manera que se derrama –como es propio del amor- sobre toda la humanidad, empujada por el alma hacia Dios para que a todos se dirija, a todos perdone, a todos asegure la salvación. Es como pedir al único Jesús ser sólo Él mismo. ¡También para nosotros! ¿Cómo se podría no amarle?

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10. Oh amor mío, vos que todo lo podéis, calentad, dilatad, inflamad (con vuestra presencia) todos los corazones hacia Vos, único Bien nuestro.
M. Magdalena se lanza hacia su “único” Bien con un susurro amoroso (“oh amor mío”), que define la posesión del Amado, pero que se convierte al final de la invocación en un plural (“nuestro”): esto significa que el objeto del amor ya no es propiedad exclusivamente suya, sino que pertenece a “todos los corazones”. Es tanta la abundancia del amor que proviene del corazón de Dios que nadie está excluido, ni queda sin ser colmado, es más, dada la omnipotencia (“podéis todo”) puede atraer hacia si todos los corazones; es el deseo que hace la Madre para sus hijas: “que permanezca también en nosotras siempre vivo el deseo ardiente de ver presente en nuestra adoración a todos en el mismo espíritu de fe y de comunión católica... a todos aquellos que viven inmensos en la ceguera y en la impiedad, fuera de nuestra religión católica” (Exhort. V).

Aquí se encuentra la profunda intuición de M. Magdalena, el “todo” de Dios se despliega hacia el “todos” los hombres: a cada uno le es dada la plenitud del amor, porque nadie pueda ser excluido de la experiencia de íntima unión que está viviendo la Madre; basta quererlo y secundar los reclamos amorosos de Jesús. Basta no pensar en sí mismo sino sólo en Dios, ¡y amarle, y amarle, y amarle por encima de cualquier otra cosa!
Parece que el amor sea una especie de fuego que puede todo, que quema y da calor y que incendia en su contacto las almas: es esta la descripción que la Madre hace en sus palabras; son estos los términos empleados con sentido de invocación. Parece casi una orden –¡y no puede serlo!-, una gran esperanza, una gran plegaria, un deseo de una vida y una lúcida conciencia enamorada. “...¡Oh amor, mi amor! Que sea conocido, adorado y reciba acciones de gracias de todos los hombres en este divino Sacramento” (Exhort. VI).

M. Magdalena parte de una constatación, y es que los corazones no son como el Sumo Bien querría que fueran; por tanto, he aquí la invitación dirigida a Él para que la comunión entre los hermanos y con Él sea llena. Porque sólo el amor puede obtener el amor, en el Cuerpo místico y en la comunión de los santos. ¡Es la Iglesia triunfante!
No le queda, pues, más que suplicar al Señor para que despierte las almas del sopor frío (“encended”), quite la pátina de indiferencia y de conformismo y disuelva el límite de la poquedad humana (“dilatad”), e instaure un nuevo orden de valores, para que los corazones, una vez encendidos de amor de Dios, sean a su vez flamas que calienten por contacto místico otros hermanos en una única encendida cadena que no tiene fin.

11. ¡Oh Jesús, Bien mío!, ocupad el primer puesto en el miserable corazón mío; y sed el único patrón de todos mis afectos.
M. Magdalena busca en estas pocas palabras expresar al máximo su profunda tensión hacia la centralidad de Jesús en su vida: ella se sitúa completamente disponible a la acción de Dios, sea abriendo su corazón, sea en la totalidad de sus pensamientos y acciones más profundas, incluso los mismos “afectos”; esto es, los movimientos más íntimos y suspiros de aquel corazón.

Siendo Jesús su único “Bien”, es consecuencia de eso que la Madre le ofrezca todo lo que tiene en la tierra, el corazón y la mente, alma y cuerpo, de ahí la súplica para que Dios le llene el corazón de manera exclusiva y totalizante (“ocupad el primer puesto”) está explicada con el querer de que ninguna otra cosa pueda distraerla de amarle. Que Dios disponga totalmente de ella.

Ni siquiera si esa morada es “miserable” podrá detener la definitiva toma de posesión de su Señor del alma de M. Magdalena, es más, esto la animará a pedir con más energía que sólo el Sumo Bien guíe, llene y sea quien sustituya “todos mis afectos”, convirtiéndose en el único que puede usufruirlos, sólo Él. Es como decir que el amor escoge siempre y sólo el amor, y a él ofrece todo aquello que es y cuanto tiene. ¡Dios-Amor sabrá bien qué puede hacer con él!, con ese corazón “miserable”, palabra que indica que no merece misericordia: he aquí el sentido de la oferta, cuando demuestra que el amor es más fuerte que si mismo e incluso del mismo pecado. Se supera aún el pecado si se ama a Dios y se cree en su misericordia. ¡Dios no permitirá nunca que una criatura que lo ame lo haga en vano! Este es el fundamento, la certeza que tiene la Madre que en todo momento se ofrece a sí misma para hacer de intermediaria, para hacerse cargo de las culpas de los hombres, de la misma ira de Dios, pero también de su bondad, de su piedad y de su comprensión.

12. Mi Sumo Bien, quiero amaros con valentía, confiadamente, tiernamente, eficazmente.
Con estas palabras M. Magdalena da el estilo del plan de actuación de su amor por el Señor, indica el modo y el tenor con el que expresa su dedicación completa al único fin de su vida. De modo particular queremos señalar un punto central que está determinado por el orden de las palabras de la frase: la posesión de Dios, la totalidad de Dios, el bien, la voluntad que se identifica con el amor a Dios. Es el nexo íntimo que hay entre voluntad-voluntad de amor. Después, vienen los cuatro adverbios que indican la fuerza necesaria, el desdeño y rechazo de cualquier peligro, la confianza, la fe, fidelidad, confidencia plena, la ternura, que es la suavidad de las palabras y actos, y, en fin, pero no como un valor de último puesto, el amor a la concreción, la facilidad creativa, la disponibilidad a transformar todo en una obra buena. Bastarían esas breves palabras para delinear toda la vida y el camino de M. Magdalena.

El amor requiere dotes de coraje, de confianza, de confidencia plena, de ternura y así todo resulta adecuado y produce el fruto deseado; es éste el sentido de la enunciación de los adverbios que la Madre indica en su modo de amar a Dios. Primero de todo se coloca en quien es el Bien único y supremo; después, porque a Él adecua firmemente su voluntad; por fin, en los cuatro adverbios con los que quiere regular su temperamento y su sentimiento de modo real y concreto, en el actuar, esto es en la plenitud de todo sentimiento.

Ella se comporta como una tierna amante del Amado, con una dulzura, como la de Dios, pero también con fuerza, vigor, desafiando toda duda, miedo o dificultad, porque el amor se nutre de sacrificio, pues se acrisola en la confianza absoluta que deriva de la resplandeciente manera de conocer al otro. No hay en ella ningún punto de duda de ser traicionada, porque conoce en quien ha puesto su confianza, por esto se abandona fielmente y sin medias tintas al amor de Dios, el único de quien se puede fiar ciegamente y del que nunca le llegará ninguna desilusión.

La eficacia y su diligente amor a lo concreto en su modo de amar es proporcional al amor recibido, y siendo éste sin límite y sin titubeos, también el alma de M. Magdalena se entregará hacia lo alto con himnos de gozo y contento. Está aquí el secreto de la Madre: ha entendido que de Dios nos podemos fiar, el resto viene luego, y su decisión de quererlo amar le da seguridad de que nada ni nadie podrá quitarle la felicidad absoluta. Desde aquel preciso momento su vida cambia porque una persona digna de amor ha entrado en su existencia, ha llamado a la puerta de su corazón y se lo ha abierto, y quien ha entrado es la fuente, el surtidor inagotable del amor; ¡no le podía suceder nada mejor! Y he aquí ahora su respuesta: total, que integra el corazón, la fe, la confianza y la confidencia, implica todas sus facultades para la acción. Porque el amor hacia Dios se ve en esto: traducirlo en obras. Dar lo mejor de uno mismo, toda facultad, todo suspiro, todo gesto y todo movimiento de la voluntad, sin ningún temor si no el de no amar lo suficiente eficazmente. Esto es el hacerse amor, ¡sólo amor!: “Venid, oh Jesús mío, a esta pobre alma mía. Amémonos mutuamente y poseámonos para siempre, sin separarnos nunca el uno del otro. Reinad en mí, yo viviré siempre en Vos, mi único Bien, mi dicha y mi único todo”.

13. Mi amable Jesús, no quiero respirar más que amor; no quiero vivir que de amor; quiero consumarme y morir por dulce violencia de puro amor.
Se condensan en esta aspiración tres firmes propósitos de M. Magdalena que se pueden condensar en uno sólo: vivir sólo por amor hasta las últimas consecuencias, pero amando con toda el alma y el cuerpo, enlazando hasta la respiración con el amor. Así, todo será una consecuencia de este compromiso tomado. Y siempre con la confianza de quien sabe amar tanto por ser tanto amado. Basándose en la posesión de Dios en nombre del amor, que esclarece la voluntad, que potencia la naturaleza orgánica misma para convertirla toda ella en el único amor. Esta aspiración es espléndida, porque abarca toda la misma condición fisiológica, hasta la respiración, que se hace también por amor; de otro modo, ¿de qué sirve respirar, si no con y por amor de Dios?

Toda sensación, movimiento, idea, sentimiento de las emociones, ha de ser dirigida sólo y exclusivamente hacia el amor a Jesús, el cual es digno de ser amado (“amable”), y el no amarle es ya de por sí una cosa contra la naturaleza. Es más, sería como negar valor verdadero. ¿Cómo no amar el Amor?
M. Magdalena desborda de tal forma de amor que llega a decir que hasta el movimiento incondicionado y autónomo del cuerpo, el “respirar”, esté dirigido y dependiente del amor: querría que todo lo que la circunda, ¡hasta el aire!, fuera amor y sólo amor.

Toda respiración que no sea inhalación de amor es una pérdida y una carencia inimaginable, también el mismo “vivir” debe ser proyectado sobre la estela del amor de Dios; este es el fin de su existencia sobre la tierra: ha nacido por amor y retornará en el amor.
Este ciclo se evidencia muy bien en la muerte que la Madre pide con fuerza de poder tener, una muerte debida a la causa de la “dulce violencia de puro amor”, cosa que parece un contrasentido, que el amor en lugar de dar alegría provoque la muerte, pero es que estamos hablando de una violencia que es “dulce” y no es la del mundo. Morir de amor por Dios no es morir, y la “violencia” es el sentido de la pasión amorosa, que tiene necesidad de la pasión, una especie de arrebato que se da en el sentirse amada sobre toda cosa.

M. Magdalena sabe muy bien que para poder gozar de lleno del amor de Dios debe necesariamente pasar por la experiencia de la muerte, y si esta realidad, ahora, no le da más miedo es porque vive en el ámbito del amor (“puro amor”), donde todo sufrimiento se convierte en gracia. Por eso esta extrema consecuencia del pecado no la turba ya: ¡el amor vence también el pecado, vence también la muerte!
Por eso habla de extenuarse, de quemar (“consumarme”) poco a poco en aquel dulce corazón de su Señor que la quiere toda para Él, pero que le promete poder vivir para siempre en aquella espléndida realidad de “puro amor” que ella anhela con toda el alma.
M. Magdalena se revela en estas pocas palabras como una persona que está en una búsqueda del amor absoluto, que quiere vivir con plenitud, pero que ya se ha dado cuenta de que su sed insaciable no puede ser colmada más que por su Creador, ¡En Dios todo es amor! En la pureza y en la dulzura hay un imperio de amor, un imperativo de no poder dejar de amar a quien ama, y éste es Dios; y así recomienda que hagamos: “... a los pies del sagrado altar todo el tiempo de vuestra vida, para adorar continuamente el Cuerpo del Señor bajo las especies sacramentales, bajo las cuales, mientras que Él se esconde a vuestros ojos, manifiesta a vosotros y al mundo, toda su infinita caridad, ardentísima, con la cual os ha amado, dándoos a todo Sí mismo en el venerabilísimo Sacramento de la Eucaristía; este Don, sobre todos los demás dones que, en su grandeza y excelencia no deja de haceros probar las finezas amorosas... (Const. 1818, prol.).

14. Jesús, mi Bien Supremo, quisiera que todo el mundo os amase, aunque fuera a costa de muchas penas para mí, y de mi vida.
El alma enamorada de M. Magdalena anhela abrazar todas las almas del mundo, quisiera que también ellas pudieran gozar de aquel “Bien Supremo” que es “mío”; y para obtener esto, está dispuesta incluso a padecer enormes sufrimientos (“muchas penas para mí”), y al precio de su misma vida. Y aquí pasamos al amor que se hace oblativo y penitencial de mediación, como es característico de las almas verdaderamente enamoradas; frente a Cristo crucificado y glorificado, objeto de su adoración, no pueden dejar de compartir los sentimientos que han animado al Salvador en el don de Sí mismo por el rescate de la humanidad: Oh mi amable Jesús, haced que mi gloria y mi corona, sea de padecer con Vos (Asp.).

Su deseo de ver a Jesús amado de todas las almas es tan fuerte que nada ni nadie le da miedo; ni siquiera el sacrificio extremo le impedirá realizar o al menos intentar vivir este programa sobre la tierra, esto es, hacer que aún los más alejados puedan conocer las insondables riquezas del amor de Dios. Es más, su anhelo de que Dios sea amado por todos no se limita ni se acontenta a que alguno lo ame, sino que quiere que todos, indistintamente (“todo el mundo”) tengan la capacidad y la posibilidad de amarlo. Parece que la Madre sufra continuamente el tormento de la cruz: aquel no poder dejar a Jesús solo, la intercesión por todas las almas, la efusión generosa, la invitación a amar, la continua voluntad centrada en el amor como única realidad que merezca la pena de vivir. Y toda aspiración se debe hacer para ella una propuesta colectiva, general, de toda la condición humana, sabiendo que su invitación no admite contradicciones: sólo ama quien ama el amor; ¡esto es, Dios! Así, estas aspiraciones se vierten en algunos puntos esenciales, que se vuelven uno sólo: Dios existe, y existe como amor; y amar, o es amar a Dios o no es amar. Y si la vida no es amor –y amor a Dios- no vale la pena.

15. Oh, mi Jesús, aquí sí que mis afectos no están disipados, mis sentidos no están distraídos, mis suspiros no están entretenidos y el único testigo de nuestro casto amor es esta lámpara.
Parece que esta exclamación esté dicha por M. Magdalena delante del sagrario durante la silenciosa adoración eucarística, prueba de ello es la “lámpara” votiva, signo de la presencia real de Jesús en la Hostia consagrada. Y es de notar lo ya dicho de que el espíritu unitario de la Madre, aquel vivir sólo en Dios una unidad con todas las almas. Y es precisamente esta también su empeño, su programa en una repetición de un lenguaje pobre y riquísimo, pobre en el léxico –se reduce al amor- pero riquísimo en la sustancia, porque el amor es la única razón que explica y lo resuelve todo. Bastaría entenderlo con la ayuda de Dios, con el amor modelado en el de M. Magdalena, amando como ella ama. ¡Esto basta!

Pues no son las palabras las que cuentan, sino solamente el sentimiento y la pasión con que se pronuncian y escriben. La Madre recoge todas sus más íntimas aspiraciones y las dirige a Jesús indicando que precisamente la adoración delante el Santísimo Sacramento es el mejor lugar ("aquí sí") para amarlo, parece que haya allí encontrado su verdadera vocación. Y este amor eucarístico tiene su punto álgido en la centralidad de Cristo en el momento de la comunión. Todo el resto es superfluo e insignificante. Solo ¡al lado de aquella lámpara este la luz y el calor de la flama!
Es exactamente en aquel lugar que el recogimiento llega al ápice y solo el amor hacia su amado puede revelarse en todos sus ardores.
Es delante Jesús Sacramentado que M. Magdalena se siente libre y a su aire, porque la confianza que aflora desde su corazón y la solicitud cara a cara con Él facilitan la contemplación y la plegaria absorta del espíritu y la incesante contemplación del cuerpo y del alma ("mis sentidos no están distraídos"). No hay otro camino si no la adoración de Jesús en el Santísimo Sacramento. En la totalidad y intimidad eucarística.

También todos los "afectos" son dirigidos hacia el amor de Dios, no hay distracciones de ningún tipo, y así el alma se puede libremente dejar ir al encuentro amoroso con Aquel que brama día y noche y que es precisamente a la luz de una "lámpara" donde la espera para poder hablarle a su corazón y amarla de purísimo amor divino ("castos amores").
Más aún, la lámpara refuerza el clima sugestivo de encuentro amoroso, porque la pequeña luz que emana es símbolo en la mente de la Madre de aquel fuego consumidor que quema dentro de su amado Jesús, por ella, y todo esto no hace otra cosa que aumentar la dedicación y el reconocimiento.

Es de notar como este pensamiento nos ofrece de modo claro y límpido no sólo el empeño adorante, sino también la Sacra Presencia del amor que espera en el tabernáculo y que no cesa de reclamar a las almas. ¡Aquí se encuentran los vértices supremos de la experiencia de M. Magdalena, su perderse en el amor absoluto, su anularse por Jesús y por las almas, con estos rápidos y encendidos gritos de pasión. Podríamos decir que es una especie de diario de amor, con la misma sustancia de aquella monja de quien dice S. Teresa que pasaba horas y horas solo diciendo: "Pater noster", llenando su vida sólo en el nombre del Señor.
Y aquí, M. Magdalena está sola con la Hostia consagrada a la luz de Jesús eucaristía. Ningún ejemplo sería mejor, de la única preocupación que no es tal, la de quien está solo con Jesús! He aquí el por qué de la lámpara, que es el esplendor exaltante del amor que ilumina toda tiniebla.

16. Oh Jesús mío, sois vos a quien con toda libertad llamo mil veces mi Tesoro, mi Felicidad, mi Confidente, mi Amigo, mi Vecino, mi Fortaleza, mi Padre, mi Sumo Bien, mi dulce Esposo, mi Todo.
M. Magdalena se revela de lleno en su lance amoroso, con el elenco de una serie de substantivos y adjetivos, al llamar -como inagotable nomenclatura- y definir el objeto de su amor, y para hacer esto, se declara completamente libre ("con toda libertad") de todo apegamiento, ya sea a cualquier otra cosa o persona. Pero es la única libertad, en Cristo. Se ve bien cómo las palabras de M. Magdalena de verdad explotan en su mente y en su corazón, precisamente porque estos pensamientos, que también implican un fuerte e intenso razonamiento, usan más bien de yuxtaponer las palabras que expresan los significados, en vez de articularse en sentencias demasiado racionales... Es este el sentido de la pasión amorosa: pocas palabras, también las mismas, pero que sólo el Amado comprende y sabe interpretar en su justo sentido.

La Madre no cesa de repetir (“mil veces”), ya que su corazón está totalmente desbordado de amor por su Amado, que el primer apelativo es “Tesoro”, pues ¿qué otra cosa más preciosa hay para dar idea si no aquella de la palabra “tesoro”? No hay dudas acerca del inmenso amor de una criatura pro su Creador, cuando se lanza entre sus brazos y lo llama “Tesoro”, esto es su riqueza, la cosa por la cual vale la pena perder todo el resto, para encontrar cuanto es lo más precioso que haya en el mundo. Y para M. Magdalena sólo Cristo merece este apelativo. Y nadie puede negar que si una persona encuentra un "tesoro" su alegría es inmensa; de aquí, el segundo apelativo, "Felicidad", que es una directa consecuencia del primero: M. Magdalena está en el séptimo cielo, querría gritar a todos su alegría en cuanto ahora tiene todo lo que deseaba, y su corazón está lleno de contento.
La única persona a la cual puede confiar por entero su sentimiento, toda su más íntima alegría o la más pequeña duda es precisamente su amado Señor, por esto Aquel que es su único bien precioso ("Tesoro"), y también su "Confidente". No habría confianza si ellos no se conocieran, pero evidentemente la Madre sabía muy bien en quien había dado respuesta a su amor y su más plena confianza, ¡por esto el Amado es también el "Amigo" por excelencia! Aunque no hay palabras para expresarlo, quizá sólo una palabra puede hacerlo, Amor, para decirlo todo. Y la Madre parece precisamente una mamá que no se cansa de encontrar dulces apelativos infinitos con los que llamar a su criatura con mil nombres dulcísimos, que al decirlos siempre parecen nuevos, para engrandecer de amor su pasión única. ¡A ella el vocabulario parece no bastarle, le faltan palabras!

Entre los dos amantes se entrelaza una relación de perfecta unión y de solidaria colaboración de tal modo que el Amado se vuelve también el depositario de los secretos del corazón, se convierte en una persona insustituible en quien poner no solo el amor, sino también toda necesidad particular cotidiana. Es bello el amor, si entreteje la vida de dos que se aman y a los que la vida es la única que merece ser vivida, amando y llamando a Jesús.
Es por esto que el "Amigo" es también aquel que físicamente y espiritualmente es el más próximo ("Vecino") y que mejor que todos comprende y sabe dar rectos consejos, sabe dar su propia fortaleza viril compartida ("Conforto”, en italiano, que es alivio y fortaleza), porque precisamente es aquello que más ama. Y nos ama por aquello que somos, y no nos pide nada más, es más: se nos da a sí mismo siempre más. El amor también hace aumentar el enamoramiento más y más.
Por esto la unión amorosa entre M. Magdalena y su Señor es cuanto más transformante y fuerte pueda ser, ya que Él es quien expresa toda paternidad (“Padre”), la plenitud y la satisfacción (“Sumo Bien”) y la unión total en el amor (“dulce Esposo”). Se ve bien aquí el aspecto trinitario del mensaje de M. Magdalena. Y es trinitario porque es absoluto, sin aspectos residuales, uniendo en sí el todo.

En pocos apelativos de amplio significado la Madre ha encerrado la descripción de su “Todo”, fuera del cual no hay alternativa, ni alegría, ni amor, ni felicidad, es más, sin Él su vida sería el máximo de la tristeza, de la inquietud y del dolor, porque todo atributo de bien estaría vacío. Y ésta es la elección decisiva y renovada cada día fielmente hasta el término de la vida de M. Magdalena, la confianza total que pone en su Señor hace que su falta provocaría en ella no sólo la pérdida de la razón de su vivir, sino también una desolación insanable: ¡el vacío absoluto!
No le faltaron a la Madre, para llegar a tal nivel de intensidad amorosa, sufrimientos y penas, porque el amor se nutre de sacrificio, pero ella ha descubierto el secreto de la felicidad, vivir de amor, porque Aquel que la ha herido en el corazón es cuanto mejor y de más excelso pueda desearse.

Cuanto más la confianza toma espacio en su alma, tanto aumenta en ella el conocimiento de su “Sumo Bien”, se injerta un proceso de reacción en cadena que irrumpe en el corazón de la Madre y le hace divisar un pedazo de paraíso en ese amor a lo que es su “Todo”. Y ella no pide otra cosa, se puede decir que esas “aspiraciones” en realidad son sólo una cosa: amar. Pero el hecho de que M. Magdalena parezca casi repetirse no tiene ninguna importancia, pues se trata de un único dirigirse hacia las mismas cosas para poseer un significado más lleno. Es ella que tiene necesidad de saciarse y no se acontenta nunca, piensa no tener nunca bastante posesión de Él. Pero mientras que en general no se escucha bien al que habla, ¡Jesús en cambio sí que escucha, y bien! Ella quiere convencerse más y más, y hacernos entender a nosotros, que todo su lenguaje tiene una sola dirección, siempre. Que este amor virginal siempre es nuevo, el mismo y al mismo tiempo renovado con el calor del alma que no se sacia nunca de decir a su Señor: “te amo”. El Señor lo entiende. Quizá la misma Madre no se da alguna vez perfecta cuenta de lo que dice, y lo repite, lo repite, lo repite siempre para atraer siempre más ese amor, que como todos los místicos quiere poseer en modo absoluto. ¡Como si el amor no bastara nunca a quien ama de verdad! Quien ama no puede permitir que quede algo fuera de ese amor, ¡lo quiere todo!

17. ¡Ah, Jesús! Vos sois el único amor de todos mis amores
Es la historia de un alma enamorada, Catalina Sordini, que se siente de tal modo poseída de modo misterioso e irresistible por el amor de Cristo Jesús, que a Él ofrece su único amor, toda su vida; por eso entró como M. Magdalena en un monasterio de clausura, para cantarle con todo su ser ese cántico de amor con su entera existencia. Pero, con el paso del tiempo, ella va viendo ella va viendo abrirse más y más el designio misterioso para el que Dios la reservaba. En esa aspiración parece descubrir que entre las muchas cosas a las que ella puede reservar su amor, sólo uno es verdaderamente “el único”. Pensemos cómo a menudo solemos distraernos con miles de ojos a los que vemos y quizá no nos ven. Y, pues que de amor tenemos tanta necesidad, estamos predispuestos a creer enseguida que aquellos ojos son otros tantos amores...
Los otros amores pueden ser también nobles y hermosos, como el amor a la familia, a los consanguíneos, al prójimo, a los enemigos, mas no son ese amor de predilección y de mayor intensidad, ese único amor que compendia también todos los demás, que tiene un único y bien preciso nombre: Jesús. Que es como decir: el Amor.

Es ésta una solemne declaración de amor hacia Jesús, con la que proclama la Madre de manera franca y sincera, sin muchas palabras, pero con énfasis justo, su profundo amor; no hay rivales ni dudas, ni vacilaciones que puedan dañar su alianza esponsal. Es un simple grito, pero que expresa el sacrificio aceptado de un alma enamorada, que se conoce a sí misma y su propia fidelidad, y no puede sino gritar a los cuatro vientos la plenitud de su sentir. Jesús lo sabe, pero ella no lo sabe aún bastante. También el grito es signo de la laceración de quien no está satisfecho aún. ¿Y cómo es posible sentirse satisfecho en la tierra de algo que es infinito? ¿Cómo contener todo el amor, si el amor no tiene límites? Somos, nosotros y nuestras pobres palabras, que se desperdician si el alma no lo siente. Y aquí M. Magadalena en verdad está quemando y afligida. La voz, la palabra, el grito son casi como el silencio, el medio por el que querría decir a todos el amor inmenso del que ella goza y querría hacer gozar a todos. En estos tiempos difíciles de prepotencia y arrogancia, de guerras y otras imposiciones de dominio de unos pueblos para con otros, de arremeter contra la Iglesia y sus fieles; en esos tiempos de tinieblas se cumple la presencia misteriosa de Dios que derroca los orgullosos y eleva los humildes. Mientras muchos hombres están ciegos para mirar hacia arriba, en el interior de un pequeño monasterio el Señor revela a una humilde monja los secretos de su corazón y le inspira a inaugurar un estilo de vida dedicada completamente a la contemplación y a la adoración del misterio del supremo amor de Dios, el misterio de la Eucaristía, y funda las Adoratrices con este fin: ellas “deberían ocuparse completamente en alabar a Jesucristo, su celestial Esposo, en todo momento” (Const. 1814, XII).


18. Dulce Bien mío, yo os abro mi pecho y os muestro este pobre corazón, débil, enfermo, y en ocasiones abatido, perplejo, tímido, desanimado: guardadlo, ojos amabilísimos de mi Supremo Bien.
M. Magdalena en pleno lance amoroso se propone una completa donación a su Señor y Esposo, y aquí desvela sus más íntimos secretos y sentimientos (“abro mi pecho”), como si abriese la puerta del lugar donde guarda las cosas más dulces y sensibles: el corazón. Pero este corazón es “pobre”, y el darlo a conocer a Jesús, el mostrárselo, es un acto de pleno abandono y de pasión incondicionada, de confianza total, pues a nadie se revelan las propias miserias tan a gusto como a Jesús: no obstante las pruebas, los dolores, las incomprensiones, las debilidades, los límites, los esfuerzos, las humillaciones... y bien, es precisamente aquel corazón tan humano el que ama a su Creador. No importa la pobreza, basta el amor verdadero, que ninguna cosa puede sustituir. Que nadie más puede colmar.

Y la Madre no tiene más que esto para ofrecer a su Esposo lo más precioso, el corazón, centro de todo sentimiento y afecto, y por esto la petición dirigida a Jesús para que lo conserve (“guardadlo”). Y quiere prestarle atenciones, preferirlo a todo. Es verdad que el corazón está cansado a veces (“abatido”), pero no está con desilusión de un amor, pues una vez más nos muestra su profunda comunión con Dios; pues ¿qué cosa hay más unificante entre dos amantes que el recíproco cruce de miradas, que son como las manos del corazón? Es precisamente esto lo que nos impresiona de leer las intimidades y confidencias de M. Magdalena: pone al desnudo su alma, con toda su generosidad y entrega, especialmente no callando –es más, evidenciando- su pobreza, su temor, la timidez, el abatimiento: es como si ella se ofreciese totalmente tal como es, pequeña y miserable –como es nuestra condición-, recuerda aquel saberse “nada” de San Juan de la Cruz: al no desear nada se llega al Todo. Esto es porque el “nada” del hombre es un vaciarse que basta para que lo llene el “Todo” de Dios, aquel poco que ha sido vaciado del yo pasa a ser rico de Dios, aquella finitud queda llena de la infinitud de Dios, el desnivel que hay queda de alguna manera cubierto con ese divino intercambio, que nos hace ser lo que no podríamos y hemos de ser capaces de saberlo ver y reconocer, para reconocer la riqueza absoluta de Dios. De ahí el reconocimiento del “nada”: para caminar con seguridad y sin engaños por el camino de Dios, no hay otro medio más seguro que la sincera y fiel manifestación de la propia conciencia” (Adv. c. VIII). Y con esa humildad se da el encuentro con Cristo, clave en la vida del alma, de la conversión y el perdón, realidad viva y vivificante, que redime la culpabilidad humana según los deseos de nuestra conciencia (RH 20): “Mi Dulcísimo Bien, yo soy verdadera pecadora, yo soy la que tantas veces te ha ofendido. Perdóname y con tu ayuda jamás volveré a ofenderte, sino que te amo tanto, que ardientemente te pido desde ahora, la gracia de morir por puro amor a Ti” (Exhort. IV).

19. Oh Solitario amor mío, miradme, pero con una mirada tierna, compasiva y amorosa.
M. Magdalena invita una vez más a su Jesús al que llama “Solitario”, quizá porqué no es muy correspondido en sus ímpetus amorosos, y aún es rechazado, tratado con negligencia. Pero aquel “Solitario” podría también significar el modo en que Jesús ama a sus criaturas, un modo único, inimitable, que llena hasta el colmo de un amor de predilección, amando a cada alma como si fuera la única que existe, por esto siempre está allí esperando, solo, que la criatura se dirija a corresponder a su amor. Dándose totalmente. En una soledad extrema que circunda amada y amado.

La Madre implora de nuevo su Jesús, como María de Betania que “sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10. 39), para que le dirija la mirada y le preste atención (“miradme”, pero en italiano es “guardadme”, que significa también “ten cuidado de mí, protégeme”) como una madre con su hijo; lo invoca como queriendo llamar con fuerza su atención para satisfacer su sed de amor. Para especificar de qué modo M. Magdalena querría ser amada, añade “con una mirada tierna”, esto es con maneras dulces, delicadas, llenas de premura, que son las cosas más apreciadas para ella, las que más la realizan. Y sabe que solo Él puede dárselas todas juntas. Así también nos anima a que nosotros hagamos lo mismo: “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este Sacramento de amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta para reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración” (Juan Pablo II, “Dominicae Cenae” 3). M. Magdalena sabe que sólo su amado puede satisfacer todo anhelo suyo, hasta el más profundo: la necesidad de atraer hacia ella la atención del Amado, pues sólo Él posee la clave de la felicidad, sólo Él conoce a la perfección los secretos del corazón, y como ningún otro puede apagar todo apetito y necesidad. Es lo bonito de esos diálogos –no monólogos- que la Madre tiene con Jesús, con peticiones que son ya respuesta cierta; lo sabe, pues conoce al Amado y se fía de Él. Él no puede dejar de corresponder así, porque es así, según su confianza, fe y fidelidad.

Todo comenzó aquel 19 de febrero de 1789, jueves anterior al miércoles de ceniza, día en que María Magdalena de la Encarnación, entonces novicia en el Monasterio de las Terciarias Franciscanas de Ischia de Castro (Italia) fue iluminada por Dios en lo referente a la obra que debería dar vida. Desde su juventud tenía una profunda piedad eucarística, y el jueves “graso”estaba especialmente contenta de poder asistir a la Exposición ante el Santísimo, cuentan que ya desde entonces tuvo experiencias de orden sobrenatural, anteriores a la de aquel “Jueves de la luz”.

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20. Oh mi Sumo Bien, si seré digna de una sola mirada vuestra, ya no gemiré más por afanes, sino que serán los míos largos gemidos de ternura, de reconocimiento y de amor.
Quiere M. Magdalena insistir en ser “mirada” por Jesús, pues sólo reflejándose en el “Sumo Bien” podrá entender cuánto dista aún de la perfecta unión con su Esposo. Aún “una sola mirada” de Jesús bastaría para sentirse más segura de que está recorriendo el sendero justo para llegar a la unión con su Amado; es éste el motivo de tanta premura, porque en modo absoluto no quiere perder aquel precioso tesoro que ha encontrado y del que está locamente enamorada. Por el momento, a la espera de la comunión total, su corazón atraviesa períodos de incertidumbre, de duda, de pena (“afanes”), porque aún no sabe si ha alcanzado el grado de amor al que tiende día y noche como una meta irrenunciable.
Si en cambio el Señor la asegura en el estado de su amor, entonces, en aquel instante feliz, no habrá en ella espacio para el dolor más angustioso y –dice- “gemiré” porque se convertirá el gemido en reclamo amoroso, de llena felicidad ya alcanzada. Los gemidos serán ahora no ya dolorosos sino que se han transformado en gozosos, es más, adquirirán más vigor y serán dirigidos hacia el Esposo como intercambio esponsal. “Oh Jesús, Rey de la gloria, oh, si yo pudiera no perderos jamás de vista, y tener siempre fijos sobre Vos los ojos y los deseos de mi alma!” (Dir. 1814, p. 6).

He aquí la transformación del alma en Cristo esposo, de la que la mirada es la confirmación, como si aquel encontrarse de los ojos fuese la unión del alma enamorada con su amante. “Permaneciendo en la adoración ante Nuestro Señor Jesucristo, los fieles disfrutan de su trato íntimo... y ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable, un aumento de fe, esperanza y caridad” (EM 50). Ahí está también el hecho de que las palabras de la Madre sean tan pocas, siempre iguales, cada vez más rápidas y a gritos, porque ella está loca de amor y el amor es como una dulce violencia, que te lleva a buscar al otro, a quererlo siempre a tu lado, en modo indisoluble y eterno y también de un modo que nunca satisface, siempre se quiere más. Y María Magdalena sabe que todo deseo suyo tiene su complacencia en el corazón de Jesús. Su amor auténtico y único nunca desilusiona, comprende siempre, ¡y ama, ama, ama siempre! Nunca deja sin cumplir sus promesas, aquello que la amada se espera, sino que siempre supera la medida de las expectativas: Dios siempre da más de aquello que recibe. Aquel jueves “graso”, sola en el refectorio, arrollada por una gran luz, que la raptó en Dios, en un éxtasis prolongado y dulcísimo, vio a Jesús “como en audiencia en un trono de gracia en el Santísimo Sacramento, circundado de vírgenes que lo adoran”, oye su voz divina: “Te he escogido para instituir la obra de las Adoratrices Perpetuas, que día y noche me ofrecerán sus humildes obsequios, alabanzas y adoraciones para reparar los males y las ingratitudes de la humanidad e impetrar gracias y ayudas de mi divina misericordia... sufrirás mucho... pero no temas... no tengas miedo. Continuarás la Adoración, unida a mí, como yo adoro el Padre en el Santo Sacrificio de la Misa.”

21. Por tanto, si yo os amo, oh Jesús, os basto a vuestro Corazón, y entonces, ¿Vos, o mi Bien, no bastaréis a mi corazón, tan miserable?
M. Magdalena toma en consideración que si ella ama a Jesús, el corazón del Señor tendría ese amor por suficiente ("os basto") para no desear ningún otro. El amor es único, siempre, no puede ser compartido sino con el amante y con ningún otro, si no no sería absoluto. Pero nunca estamos totalmente seguros de nuestro amor.
A Dios le basta nuestro amor, el pobre corazón mío capaz de amarle. Entonces, la duda no es tanto si a Jesús le basta nuestro amor, ni que el amor de Dios sea suficiente a saciarla y a colmarla de todo bien, sino porque ella conoce la naturaleza humana de su debilidad...

El conocimiento de sus propios límites ("miserable") no impide ciertamente el amor, pero le pone esa duda, el interrogante sobre la efectiva correspondencia suya, su dedicación al amor de Jesús. El corazón humano está inclinado a no quedar nunca satisfecho, por eso el de M. Magdalena pide insistentemente a su Esposo la gracia de ser perseverante y fiel en la unión amorosa por toda la eternidad. Aquí está el interrogante que se pone la Madre, casi con ansia de una insatisfacción permanente: que no le basta lo que ama, quisiera amar más a Jesús. Teme que por cualquier causa pueda perder ese amor de Jesús hacia ella, y eso sería por su falta de correspondencia hacia Jesús... es una duda que nos viene ante nuestra inseguridad, no conocer la profundidad del corazón, es un deseo de la confirmación de su amor por el amor del amado, el saberse amada y sentirlo más y más. Así decía la Fundadora a sus hijas espirituales: “Recuerden que su amabilísimo Esposo pide de todas un corazón puro, recto y generoso, en correspondencia por haberlas elegido para un fin tan augusto en esta Santa Religión, donde procurarán llevar una vida totalmente interior, si quieren gozar de esta singularísima gracia que les ha hecho” (Const. 1818, 33, 5).
Este es el carácter de totalidad en el amor, que proclaman las monjas Adoratrices: “Consagro totalmente mi vida a Dios, para vivir en la soledad y el silencio, en servicio de adoración y de alabanza a Jesús presente en la Eucaristía, y en la total donación por el bien de la Iglesia y de los hermanos. De esta manera quiero corresponder al grande amor con el cual Dios ha amado al mundo hasta dale a su Hijo Unigénito...”

Es la respuesta a la voz del Amado: “Te desposaré conmigo para siempre “ (Os 2, 21). Por eso, insiste la Madre: “Siendo la profesión religiosa, un verdadero y real desposorio y una solemne e irrevocable donación que hace de sí misma y de su libertad una joven, al gran príncipe del cielo, Cristo Jesús, es menester que vosotras para hacerla con mayor consuelo vuestro y provecho espiritual, consideréis la importancia de este negocio, la sublimidad del estado a que os consagráis, la singularísima gracia de Dios al llamaros y la gran suerte que tenéis de haber sido elegidas por esposas y perpetuas Adoratrices de Jesús Sacramentado” (Adv. ref. I-II). En efecto, es escuchar la voz del Amado que dice: “Ven... esposa mía... ven” (Ct, 4, 8).

22. ¡Oh mi Esposo Amado! Si aún bramáis mucho, decidlo pues, que mi corazón está pronto.
Un imprevisto ofrecimiento de amor es el que el alma dirige aquí al Esposo: el fuego que consume a M. Magdalena no la deja estar quieta, está íntimamente y enteramente comprometida en esta relación amorosa que no puede dejar tranquila... pide entonces a Jesús, a su Amante, si necesita un “suplemento” de amor, pues sabe que es Jesús quien necesita con todo el corazón el amor de su criatura.
Pide al Esposo la Madre si ese torrente de amor que dirige al Esposo le basta para apagar su sed, de otro modo, que pida más, porque ella está dispuesta a dárselo, a darse toda ella (“mi corazón está preparado”). El amor por tanto es como una larga petición y al mismo tiempo un ofrecimiento, una relación en la que nadie puede entrar. Para nosotros el método de amor infinito que enseña M. Magdalena es no encontrarse nunca poco preparados a recibir más requerimientos de amor.

Hay una muestra de incontenible confianza en Dios (“decid pues”) en la que M. Magdalena se muestra siempre preparada, disponible a toda petición que provenga de su Esposo, se hace premurosa en satisfacerlo incluso en las más pequeñas cosas... ¡nos podemos imaginar cómo estará dispuesta para las cosas importantes, como el amor! Por eso hemos de mirarnos en la respuesta de los santos, responder con amor diligente; la Madre no quiere monjas mezquinas: “Las negligentes, a semejanza de las vírgenes necias, serán rechazadas y excluidas” (Const. 1818, prol.). Y si esto es regla para las almas que a Jesús se consagran, mucho más para los que las guían, como ya advirtió S. Agustín: “los que apacientan las ovejas de Cristo, no han de ser amadores de sí mismos, y así las apacentarán no como propias, sino como pertenecientes a Cristo” (Com S. Juan, 123).
Este amor llevado con paciente constancia es lo que hace una vida entregada a Jesús: “La perseverancia es la constancia firme y perpetua en un propósito bien ordenado” (S. Ag, De div. 31). Y por eso añade el mismo S. Agustín: “El Señor os conceda observar esta Regla con amor, cual enamoradas de la belleza espiritual; que exhalan buen perfume de Cristo, por vuestra santa convivencia,; no como esclavas que pesa la ley, sino como hijas libres dirigidas por la Gracia” (Regla de S. Ag.., 8, 48).
Si son fieles en la observancia ... y lo cumplen con ánimo alegre y perseverancia, se enriquecerán de santas virtudes y, como vírgenes sabias y prudentes, serán luego introducidas a las bodas celestiales de su Divino Esposo Jesús. Así pedía la Madre a Jesús, para todas sus hijas: “Por medio de vuestra misericordia (oh Jesús), y por el amor que tenéis a nuestras almas, quiero ver bienaventuradas conmigo en el cielo a todas estas hijas mías, Adoratrices y fieles siervas vuestras” (Exhort. VII V.M. F)

23. Oh mi dulce Jesús, Vos sois todo mío..., y yo toda de Jesús. Jesús todo de mi corazón..., yo toda del ardiente Corazón de Jesús
Estamos ante una ecuación de amor, con M. Magdalena y Jesús como protagonistas: si Vos sois mi “todo”, yo seré entonces vuestro “todo”; no hay dudas, el amor es exigente y totalizante, radical, no se aceptan regateos ni medidas a medias. Por eso la Madre exclama que pertenece a su Esposo, porque aquel “todo mío” indica la posesión, la propiedad de lo amado, y habiendo correspondencia completa, en consecuencia es verdadero también lo contrario: que ella es toda de Él. Y es como una competición de dos corazones a ver quién se da más, ¡ciertamente para tener también más!
Podría parecer una afirmación obvia, pero no, no hay cosas banales en la relación de amor profundo entre dos amantes. Es más, los dos corazones se intercambian uno a otro el amor, como en vasos comunicantes. Es precisamente la palabra “comunión” la que muestra mejor la idea del ligamen existente entre la Madre y su Esposo; están unidos en un vínculo para toda la eternidad, y todo lo que posee uno es del otro, y viceversa...

Naturalmente, el primero en ofrecer amor es siempre Él, con aquel “ardiente corazón” que ha inflamado el de M. Magdalena, pero esto no es lo que más interesante, sino que ¡“todo” –está escrito cuatro veces, para significar su importancia- está puesto en común!
Por eso, la Madre insiste a sus hijas espirituales en que la entrega sea total, en entregarse del “todo”: “Haced frecuentes oblaciones y obsequios a vuestro Señor y Esposo divino, renunciad por su amor a todo aquello que no mira al bien de vuestra alma y os impide ser perfectas en la vida común de vuestra Regla, la cual, os proporciona cuanto es necesario para vivir” (Adv. ref. V)
A ejemplo del Esposo, que “fue a un lugar solitario donde se puso a orar” (Mt 1, 35), la adoratriz vive ese retirarse en solitario: “esta clausura, la observaréis teniendo el propio corazón siempre cerrado al siglo y al mundo, para poder tenerlo continuamente abierto al Esposo celestial, Jesús Sacramentado” (Adv. refl. VIII). Por tanto el fin no es apartarse de los demás, cerrarse, sino que en la clausura se refleja una realidad más profunda: “Huerto cerrado eres, fuente sellada” (Ct, 4, 12), canta el Amado, que desea ese lugar cerrado que es en realidad un abrirse del alma enamorada a Él.

24. ¡Oh Amado Jesús! Hete aquí por mi: solitario escondido en este silencioso Sagrario
Nos gusta imaginarnos a la Madre, inmersa en su profunda adoración amorosa ante el tabernáculo, escribe en uno de sus papelitos volantes estas sublimes palabras que dan tanta felicidad y alegría a sus hijas espirituales. ¡Y Dios quiera que puedan atraer al amor de Dios a tantas almas! Sólo es cuestión de decir que sí al amor, que está siempre dispuesto y esperándonos.

Este es el auténtico sentimiento que anida en el corazón de M. Magdalena: Jesús está ahí escondido bajo los signos sacramentales, para ella – precisamente para ella – como para cada uno de nosotros. Esto es lo que la hace feliz e imbatible ante toda adversidad; su Esposo se ha hecho talmente pequeño por amor suyo y se ha sacrificado hasta permanecer celado (“escondido”) y solo... (“solitario”) ¡para poder así estar con sus criaturas! Y es solitario, porque en verdad es de todos.
No hay amor más grande, y la Madre lo ha entendido perfectamente, para su alegría y de todas las almas: Jesús se ha “escondido” en un “silencioso Sagrario”, esto es en un lugar discreto, no invadente, reservado, de modo que no altere minimamente la libre elección humana... Pero la espera, ¡oh, si la espera!
No hay lugares más adecuados ni más indicados para contener a Jesús Eucaristía: el Sagrario, donde hay aquella copa para beber y pan para comer, está en ese lugar para nutrirnos de Él, para alimentarnos en su amor, aquel sólo que puede satisfacer todas las peticiones del corazón humano, como gritaba siglos atnes S. Agustín: “nuestro corazón está inquieto y sin paz hasta que reposa en Ti”.

El alma de la Adoratriz así dispuesta en adoración –dice la Madre, que en esta aspiración continúa con el pensamiento de la anterior- “es un jardín de delicias para Dios, que permanece cerrado a todo y abierto sólo a Él, que quiere ser su dueño absoluto, y es su voluntad que esté dos veces cerrado; es decir, que con la clausura del cuerpo esté también cerrado el corazón, donde el Rey quiere habitar y reinar Él sólo; pues de poco sirve a una esposa de Jesucristo que es para Él un jardín de delicias y placeres, encontrarse encerrada entre las murallas del monasterio, si no tiene cerrado el corazón y la mente a todo lo del siglo, que separa y aleja de Dios”; son unas palabras magistrales que ellas solas muestran la profundidad de una experiencia de amor que no es aprendida en los libros sino vivida en primera persona, y que quiere trasladar a sus hijas: “Las monjas que vieren en sí deseo de salir fuera entre seglares o de tratarlos mucho, teman que no han topado con el agua viva que dijo el Señor a la samaritana, y que se les ha escondido el Esposo –y con razón- pues ellas no se contentan de estarse con Él” (Funda, 31, 46)”. Ante tanto derroche de amor de Jesús, la respuesta puede ser sólo de amor, pero para ello hay que “esconderse” también, como el “pájaro solitario” del que hablaba S. Juan de la Cruz; de ello las monjas son testimonio escatológico en su clausura, y nos muestran esa “clausura” que todos hemos de tener para poder albergar estas realidades: “Todo discípulo tiene necesidad de una cierta separación del mundo” (V. S. I). ¡Y así será para siempre!

25. ¡Oh sagrado pájaro amabilísimo de mi alma, escuchad los gemidos de una Tortolita vuestra!
La Madre utiliza ahora el lenguaje de los símbolos de la naturaleza, tomados prestados de la literatura amorosa: Jesús es aquí comparado a un pájaro que ama infinitamente, y que va en búsqueda de su “Tortolita”, la cual le lanza reclamos incontenibles para que se apiade y como se reblandezca para convencerlo (“gemidos”).
Pero también el pájaro lanza cantos melodiosos inconfundibles, pues también Él va e busca de su “Tortolita” como posible compañera...

La invitación al reclamo amoroso por parte de Dios siempre está bien presente en el alma de M. Magdalena, como una exigencia profunda, una necesidad ineluctable e insuperable. De hecho, ella ya sabe que pertenece a aquel “sagrado pájaro”, porque se presenta como “vuestra Tortolita”, y esto le da un resello cristiano a todos los símbolos posibles tomados de la naturaleza. Al centro de todo, sin embargo, está el amor en grado máximo (“amadísimo”), que se convierte en piadoso lamento, doloroso sentimiento en la soledad, en la búsqueda de la escucha por parte del amado. Pero M. Magdalena muestra dos títulos fuertes, de posesión sagrada (“mía”, “vuestra”): he aquí el profundo reclamo, el necesario vínculo invencible que tranquiliza y deja en dulce espera.
Mientras tanto, el alma se prepara en una purificación que es reforma del espíritu para ser digna y con esa lucha por la santidad, en corregir defectos y imperfecciones, vive una abnegación que es apertura amorosa: “Yo no pido que me libréis de los males que padezco, sino la fuerza para sufrirlos por amor vuestro. Os pido sólo la gracia de vivir y morir sobre la cruz” (Aspir.). Esos lamentos amorosos se convierten en lucha optimista para hacer propia la vida de Jesús, y así poder identificarse con Él: “Sí, yo te suplico con todo mi espíritu, que vengas a mí todos los días para que yo me sacie de Ti, para que sea toda tuya” (Exhort. VI).
Esta es la forma que tiene el alma solitaria, la “Tortolita” para hacerse suya a pájaro Solitario que busca compañía adecuada, es decir que entienda ese amor sacrificado, así buscan vivirlo las monjas en su Regla: “Suplicarán la inmensa bondad y misericordia de su Divina Majestad... para que todos, unidos en un mismo espíritu de fe y de comunión católica, y encendidos de santo amor, impulsen su corazón a adorar, alabar, amar y dar gracias en todo momento a Jesús en el Santísimo y Divinísimo Sacramento” (Const. 1813, 33, 7).

26. Por desgracia, oh Bien mío, hasta ahora no he aprendido a amaros con aquel amor fuerte, valeroso, tierno, ardiente, como vos merecéis.
Ahora M. Magdalena se plantea el problema de cómo corresponder adecuadamente a su Esposo en el amor, y enumera una serie de adjetivos como criterio y guía a la que atenerse en el arte de amar. Y habla con acento de penitencia (“lamentablemente”, “desgraciadamente”), de regusto por no estar a la altura del amor requerido.
La constatación de la propia debilidad y de la lejanía del ideal de amor que posee la Madre, se evidencia todo él en el adverbio “por desgracia”, casi como una especie de acto de humildad que evidencia la distancia entre nosotros y Dios: no obstante los esfuerzos y la disponibilidad, no obstante todo el amor, ella se siente aún y siempre alejada del amar de modo adecuado su Esposo. Es como si la Madre fuera a una escuela perenne, donde se aprende a amar - ¡estando cerca del Amor! - y como si ese amor no se acabara nunca de aprender. He aquí en pocas palabras qué cosa es y que cosa ha de ser nuestra vida: ¡aprender a amar, sabiendo que el amor es siempre mínimo, pobre e insuficiente para acercarse al Amor único y verdadero!

Esto es así porque M. Magdalena posee un alto concepto del amor divino, por lo que el ejercicio de la práctica del amor ha de tener presente la fortaleza, esto es la determinación, la decisión plena y responsable de la relación entre dos que se aman. Y más cuando se trata del amor total que parece siempre poco. Por tanto, se requiere valentía, no tener dudas ni miedos en aquel lanzarse enteramente a la donación al otro, sin otros fines ni recompensas que no sean las de las delicias del amor.
Al lado de la fortaleza, la Madre pone la ternura, esto es la dulzura en las pequeñas cosas cotidianas que ofrecen al amor el gusto de la novedad y lo sacan de la monotonía, y al mismo tiempo el ardor, sin el cual no habría perseverancia entre dos enamorados, porque el amor ha de ser alimentado día a día con la presencia, aunque sea sólo espiritual, pero sin interrupciones, continuamente. Y todo esto porque sólo Dios es el destinatario digno de recibir el amor de sus criaturas (“merecéis”). ¡Todo y de todos!
De aquí que la Madre exclame: “¿Cómo es posible encontrar un alma viviente que no sepa reconocer que este su Creador ha querido sufrir y morir por todos y para nuestro consuelo, en este valle, lleno de fango, permanecer vivo y verdadero bajo las especies de pan y de vino, como se encuentra glorioso en el cielo?” (Exhort. VI). La contemplación de un amor hasta esos límites empuja a la correspondencia.


27. ¡Oh Solitario amor mío, Vos sois el único descanso de este corazón mío, Vos me convertís en Paraíso la soledad, en clara luz la noche, en un néctar de dulzura el silencio.
Aquel “Solitario” que permanece día y noche encerrado en el Tabernáculo por amor y sólo por amor, es esta la locura que los hombres no comprenden y no quieren entender – decimos locura porque es algo que humanamente resulta increíble –, tiene la capacidad de hacer felices las almas que en Él se confían (“convertís en Paraíso”). Hasta el punto de convertir la miseria en beatitud.
La Madre se refiere al “Paraíso” como a la relación que hay entre dos amantes en el silencio de la adoración profunda; es más, el “silencio” se convierte en instrumento, momento privilegiado y lugar de la transformación de las realidades terrenas.

Es en el “silencio” donde Jesús cambia la oscuridad en luz, y en “dulzura” la soledad y el vacío, y el amor es el único alivio del alma que tiene sed de Absoluto como es el de M. Magdalena. De seguro que ningún otro amor humano tenía capacidad de apagar completamente esa sed de amor del corazón abierto de la Madre, sólo su Creador podía hacerlo de modo completo e incomparable. Catalina Sordini aprendió de sus padres ese amor a Jesús Eucaristía, y también es fruto de la obra de los pasionistas en su natal Porto S. Estefano. Ella se siente así segura, y quizá recuerda cuando se perdió a los tres años en el bosque del convento de los Padres Pasionistas en el Monte Argentario, todos temían por ella y ya de noche la encontraron jugando tranquila con unos frutos caídos de un árbol. Fue cogiendo afición a pasarse largos ratos ante Jesús sacramentado, y ahí tenía su reposo y cuentan que especialmente el día del Jueves graso, en la Exposición que el padre de Catalina procuraba que hubiera en la parroquia, “ella estaba muy contenta y mostraba al padre deseo de que la Exposición se hiciera cada día”, y vivió íntimamente algunas particulares experiencias de orden sobrenatural, que sin embargo ella no sabía como explicar. Y es por eso que su “Paraíso” ha comenzado ya en la tierra, porque la pertenencia a su Esposo con el vínculo del amor es ya pregustación y premio de las realidades futuras.
28. ¡Oh mi Bien!: ¿cuándo te veré, o luz de los ojos míos, o mi amor y mi alegría?
M. Magdalena en su brama de poseer enteramente a su Esposo se lanza en exclamaciones de profunda intensidad: querría acortar el tiempo que le separa del definitivo encuentro con Él, sin el cual su unión no es aún perfecta.
Todo lo más bello que exista para M. Magdalena está encerrado en esta realidad: “luz”, “amor” y “alegría”, que se encuentran precisamente en su amado Jesús, el único que los posee completamente. Y puede darlos al alma enamorada.

Seguramente recuerda Catalina aquellos días que estaba prometida con aquel apuesto joven que –de acuerdo con su padre- le regaló unas joyas como prenda de su futuro matrimonio, ella se las puso para ser admirada, se fue a la iglesia cerca de la pila de agua bendita, para ser vista, y su padre al verla la hizo salir del templo y la regañó con dureza. Ella –cuenta su biógrafo y confesor- volvió a casa y se puso en su habitación ante el espejo grande que tenía, y al contemplarse con placer cuando... ¡oh maravilla! ¡Oh estupor! ¡Oh gracia! De aquello que le apareció, vio y sintió interiormente, entendió la indignación del Señor por su vanidad, y del temor cayó desmayada a tierra. Cuando volvió en sí, llena de dolor, de vergüenza y aborreciendo ya aquellos adornos, se los quitó y poniéndolos en el estuche los devolvió a su padre diciéndole que ya no eran para ella. Quiso ser religiosa. ¿Qué vio en aquel espejo? En lugar de su imagen, se le apareció Jesús Crucificado lleno de sangre y con la cabeza inclinada. Le habló Jesús crucificado y le mandó tomar el estado religioso... tal visión le quedó siempre en la mente viva, y en consideración de esa visión apenas fue Abadesa del monasterio de Ischia introdujo el uso de llevar en el pecho el Crucifijo de latón sobre una cruz de madera, que tuviera la cabeza inclinada, y mientras vivió mandó desde Roma a sus monjas que los crucifijos fueran llevados de esa forma. Todo ello nos induce a meditar en silencio los infinitos modos que tiene Dios de atraer las almas a Sí, innumerables propuestas de amor. El hombre, en su libertad, puede adherir a este amor o no hacerle caso. En Catalina la respuesta es un “sí” generoso y inmediato, y perseverará de por vida fervorosamente amante del Dios Crucificado que le reveló el amor, y pedirá ese amor para todos los demás: “La adoración perpetua a Jesús Sacramentado, que tiene por objeto particular pedir por la conversión de los pecadores... y en general, por todas las necesidades de la Santa Iglesia” (Dir. 1814, p. 6).

29. ¿Cuándo llegará aquel día feliz, en el que mi alma se unirá a Ti, belleza Eterna
M. Magdalena continúa deseando sobre todo otra cosa en el mundo la unión perfecta con su Amado, por lo tanto todo momento no transcurrido completamente con Él es un tiempo perdido, sin sentido, desperdiciado. Pero sabemos que lo eterno anula el tiempo.
El día feliz y lleno de gloria será sólo aquel en el que su unión será definitiva y perfecta; para realizar esto la Madre debe aún esperar, y esto le supone molestia, porque una vez encontrada la “belleza Eterna” todo el resto no tiene más importancia ni interés, si no porque recuerda y remite al Amado.

Todo ser que refleje la “belleza Eterna” es por tanto amado de la Madre porque le recuerda la fuente y el origen de aquel amor perfecto e infinito que se concreta en las criaturas en modo imperfecto. Estos son los misterios del amor que M. Magdalena ha sabido divisar en las vicisitudes de la vida, y sobre los que ha fundado su experiencia terrena en la espera de la eterna comunión con su Dios.
Pasa la Madre del “Vos” al “Tú” al hablar con Jesús, tal es la confianza con que le trata en la oración... No conocemos por el momento el modo de ordenar las aspiraciones, para poder calibrar en qué momentos usa el respetuoso “Vos” y cuál el “Tú”, en cualquier caso van unidos en ella el respeto a la confianza: “Considere (la Adoratriz) que hemos llegado a ser hijos adoptivos del eterno Padre por la muerte de Nuestro Señor Jesucristo y, que por El, podemos llamarlo Padre Nuestro, de modo que deberá ser grande nuestro reconocimiento, tanto hacia Jesús como hacia el eterno Padre, con sumo respeto, confianza y admiración” (Dir. 1814, p. 87).
En estas aspiraciones va la Madre señalando el nexo que hay entre la unión aquí en la tierra y la esperada unión en el cielo, que ya se prepara aquí: “¡Oh, mi Jesús! ¿Cuándo veré cambiado mi corazón, oh Bondad infinita, y os tendré continuamente delante de mis ojos, oh Esposo del alma mía, para imitaros en todas las cosas? (Aspira.). Esta purificación o transformación en Cristo es punto central en la esperanza que anima a luchar más y más, a darse por entero, a no guardarse nada.

La Madre nos enseña a acudir para ello “al gloriosísimo Patriarca San José, purísimo esposo de María Virgen, como guía y Maestro de vuestra adoración perpetua a Jesús Sacramentado” (Dir 1814, p. 10), y nosotros también le podemos pedir que interceda por nosotros y nos consiga un aumento en la fe, esperanza segura, amor más ardiente. Ese aumento en el amor se lo pedimos con M. Magdalena al Paráclito: “¡Oh Espíritu Santo! Habiéndome santificado en el santo bautismo y en los demás Sacramentos, perfeccionad ahora vuestra obra, glorificándome, para que pueda por toda la eternidad, daros gracias por este beneficio inmenso” (retiro 1814, p. 30).

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30. ¡Oh mi Jesús!, ¿cuándo llegará el momento en el que mi amor será perfeccionado, a ti unido, centro de mi reposo?
M. Magdalena dedica enormes energías a esa brama de unión completa y definitiva con su Esposo y no se dará tregua en buscar continuamente el modo mejor para amar su Dios. He aquí el sentido de todas las aspiraciones, que en realidad, son una sola: ¡amar y ser amados por el único Amor!
Éste es el sentido de los continuos requerimientos de la Madre que se dirige a su Creador pidiéndole acelerar, abreviar el tiempo que la separa de la perfecta unión que se realizará solo en la otra vida, pero que ya ahora existe entre los dos amantes.

La brama de comunión total con Él no da tregua a la Madre, y esto le absorbe muchas energías: sólo en la plena realización de su deseo de unión completa podrá finalmente encontrar la paz duradera y reposar (“mi reposo”), hasta aquel momento no habrá descuentos o treguas... se vea pues como su vida es una espera enamorada de amor.
Ella quiere ser sólo de Jesús, purificarse para poder ser digna de esa unión, por eso dice la Madre: “Jesús mío, reinad sólo en esta alma que habéis comprado con vuestra Sangre”, y también: “Oh Jesús, mi Bien, ocupad el primer lugar en mi miserable corazón; y sed el único dueño de todos mis afectos” (Aspiraciones). Es volver otra vez a las palabras del profeta: “La llevaré al desierto, y hablaré a su corazón” (Os 2, 16), y para hallar ese desierto, podemos también nosotros buscar “el silencio, virtud verdaderamente noble del alma religiosa, que bien practicada, libra al alma de muchas angustias. Deseando vosotras, carísimas hijas, crecer más cada día en la perfección, procurad con todo cuidado adquirir tan santa virtud” (Adv. c. V).
“El hombre interior ve en el tiempo de silencio como una exigencia del amor divino y le es normalmente necesaria una cierta soledad para sentir a Dios que le “habla al corazón”. La fe, la esperanza, un amor a Dios dispuesto a acoger los dones del Espíritu, como también un amor fraterno abierto al misterio de los demás, implican como exigencia propia, una necesidad de silencio”. (ET 46). Procuremos también nosotros imitar el silencio adorante de María que meditaba en su corazón los hechos maravillosos de su Hijo... vamos a leer también nosotros los acontecimientos a la luz de la historia de la salvación y así seremos contemplativos, como la Virgen, que concibiendo antes en la mente que en sus entrañas, es modelo de huerto cerrado, fuente sellada, para que aprendamos también nosotros a tratar a Jesús aprendiendo de la intimidad con que ella lo trató.

31. ¡Oh mi Jesús, el alma mía os busca y está enamorada de Vos!; ¿y cuándo os podrá contemplar cara a cara? Me obligó y enseñó el amor esta ansiedad de padecer.
Entre los dos amantes, se ha instaurado ya una relación tan vinculante que no pueden dejar de verse, de conocerse mejor, de aquí este afán de búsqueda (“os busca”) recíproca.
La acción incontenible de búsqueda del otro surge de la necesidad de tener siempre un contacto directo que dé vigor nuevo cada día a la comunión recíproca: M. Magdalena tiene una impelente necesidad de ver, gozar, y amar a su Jesús; no estará nunca satisfecha hasta que sus ojos no puedan verdaderamente y completamente estar centrados en los ojos de su Amado (“contemplar cara a cara”).
La Madre está también ansiosa, y esto ha sido por necesidad, porque su Dios la ha de tal modo cautivado el corazón que no puede ya estar si su Esposo...
Se habla de una obligación (“me obligó”), ciertamente, porque el amor tiene sus leyes y exigencias, y la falta del ser tan amado y bramado provoca necesariamente una especie de continuo y tremendo “padecer”. Es el vivir languideciendo que M. Magdalena tanto desea, porque sabe que sólo muriendo a sí misma poco a poco, vive en Dios y en el amor.

Ya desde pequeña Catalina tuvo experiencia de sufrimientos, cuando desobedeciendo jugaba en la calle y un caballo la arrolló pasándole por encima con las pezuñas de herraduras, dudaban que sobreviviría, y en pocos días se levantó de la cama curada, le quedó una cicatriz en el cráneo que mostraba algunas veces a las primeras postulantes de la Obra de la Adoración Perpetua, diciendo que fue salvada por una providencia particular de Dios que la había destinada a una gran obra en su servicio.
Otro día que tampoco hacía caso a su madre corrió hacia abajo por la escalera llevando una piña del fuego de hogar y cayó con tan mala suerte que ésta le hirió un ojo haciéndoselo salir casi del todo. Chillaba y sangraba la niña al ser recogida y pensaban que era también muy grave; decía el médico: “¡Buen Dios! Esta hijita va siempre buscando la muerte...” El ojo se fue colocando en su sitio y curó perfectamente de modo que volvió a ver. Decía haber conservado la vista por intercesión de María Santísima; el Señor la iba protegiendo y ella aprendió a obedecer, y después de este suceso no fue ya tan vivaz en su carácter natural, sino que lo educó haciéndose humilde, obediente, y más devota.

Ella ha experimentado en sí misma las más dramáticas penas de amor, que a menudo se experimentan en el encuentro amoroso sincero y oblativo; es más, el vivir coherentemente según la propia necesidad de amor es ya de por sí una elección de sufrimiento, porque, por miles de razones y miles de situaciones, el ligamen pleno se realiza sólo en algunos momentos de la vida, y mucho menos en otros. Mucho más cuando puede encontrarse que hay una ausencia, la distancia, alguna distracción momentánea, la distracción, el retraso en entender...
Pero si el amor es auténtico, está dispuesto también al sufrimiento, busca ese padecer, porque el goce sea igualmente eterno, y sea también el reposo, la paz, la dulzura, la serenidad del amor.

32. Dios de este corazón mío, con Vos yo soy rico, sin vos soy pobre; con Vos estoy lleno de bienes, sin Vos me falta todo”.
Jesús en su amor por nosotros se hizo pobre, siendo rico. Y M. Magdalena, que está siempre a la búsqueda del Absoluto, tiene en todo momento de su jornada ante los ojos un principio bien definido: su corazón al lado de Jesús, junto a Él y con Él es cuando posee la totalidad, la plenitud que sólo puede hacerla feliz y satisfecha en su sed, mientras que su falta o lejanía produce el efecto contrario, con el dolor, el sentimiento de pérdida, el deseo, el ansia insuperable.
La riqueza, que es aportada por el corazón desbordante de amor de Jesús, por un misterio divino, ha sido vertida en el de la Madre, la cual está disponible y dispuesta a acoger todo cuanto provenga de su Amado.

Piénsese en el admirable intercambio de tesoros que acontece entre los dos amantes: Jesús que llena de sus gracias el corazón de la Madre tanto hasta el límite que ella pueda contener... No hay obligaciones ni aguijones que apremian, sino sólo la plena libertad de Dios que invita el alma de M. Magdalena a acoger su amor, y su respuesta se convierte en la clave de la bóveda de toda la comunión, sin la cual el mismo Dios no podría nada.

En este contexto de amor, estar con Jesús es como Él ser pobre, la renuncia purifica el corazón y da libertad espiritual, nos hace capaces de asemejar más a Cristo y a María con el tipo de vida virginal y pobre que ellos escogieron para sí. “No amontonéis tesoros en la tierra... amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroa... Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6, 19-21). Esta libertad interior y exterior prepara el encuentro contemplativo con el Señor, y acumula tesoros en el cielo. “Por eso os digo: no andéis preocupados por vuestra vida, qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis... ya sabe vuestro Padre celestial, que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6, 25.32-33).

33. Venid, o mi Jesús, a esta pobre alma mía: amémonos mutuamente y poseámonos ya para siempre, sin nunca separarnos el uno del otro; reinad Vos en mi; yo viviré siempre en Vos, único bien mío, mi beatitud y único mi todo.
M. Magdalena prepara para su amado un nido, aunque sea modesto o, más aún, pobre, donde acogerlo, y esto no es otra cosa que su “pobre alma”; no tiene nada más para ofrecer a su Jesús que su humanidad, con sus defectos y sus límites, pero acompañada de su completa disponibilidad. La Madre quiere vivir y pregustar ya desde ahora la dulzura de la unión totalizante con Él, y la ansiedad primera que probó se transforma en petición apremiante para pertenecer toda ella a Dios.
El deseo de la Madre es que se realice ya desde ahora aquello que será para la eternidad su definitiva situación, el intercambio recíproco de amor, y la posesión de él y de ella.

La comunión entre los dos aportará beneficios inmensos y gratuitos: la Madre recibirá de su Dios la inmortalidad (“viviré siempre”), la felicidad (“mi beatitud”) y la satisfacción total (“único mi todo”).
M. Magdalena insiste muchas veces con el posesivo “mío” en el referirse a los regalos que la unión de amor producirá en ella, porque aquello que es de él ya pertenece también a ella, y en este intercambio tan ansiado por la Madre, es precisamente ella que más tiene ganancia: ningún otro esposo terreno podría colmarla de tantos bienes y privilegios... Por eso dirá la Madre: “El nombre que lleváis, amadísimas mías, de hijas y esposas de Jesús Sacramentado, debe inspiraros una singular devoción hacia Él, iluminadas con amoroso rayo de fe viva, daréis incesantes gracias a Él por el don gratuito de la santa vocación y por todos los demás beneficios internos y externos, de que os reconoceréis deudoras al infinito amor de su Eucarístico Corazón, que quiere ser amado de vosotras con particular amor filial” (Adv. c. VI).

Amor y posesión, podrían ser éstas las dos realidades que más desea M. Magdalena: una está ligada estrechamente a la otra, y las dos juntas aportan la felicidad imperecedera.

34. ¡Oh mi amable Jesús, haced que mi gloria y mi corona sea padecer con Vos! ¡Oh amor del alma mía, oh vida de mi vida!: cuándo os amaré de verdad?
Podría parecer raro que el deseo de una esposa sea aquel de ansiar como “corona” la de “sufrir”, pero no lo es si se piensa en la coherencia y fidelidad de M. Magdalena hacia su Esposo. Sabe bien ella que si no se pasa por la cruz, el sacrificio de amor no está cumplido ni la victoria sobre la muerte está alcanzada: la corona del martirio es la sangre preciosísima del testiminonio necesario. Y M. Magdalena sabe que debe en todo momento aceptarla. Es más, implorarla, porque en el dolor nosotros no estamos nunca solos, Cristo está con nosotros, somos Suyos, aún más directamente, como quien es Sabio en el conocimiento del dolor del mundo.

Pues bien, la Madre está profundamente convencida de que su Amado le dará sólo aquello que está bien para ella y esta certeza la conduce hacia toda perspectiva que el futuro le reserve. No tiene más ningún temor ni duda, el Esposo le dará aquello que pueda verdaderamente darle, y ¡quién mejor que Dios mismo puede regalar todo bien infinito, ningún amante humano podría hacer una cosa igual! Es esto lo que la Madre ha entendido perfectamente. También si cuesta sangre, que es como si bañara el alma como un terrón de tierra, y la hace florecer.
Cuando entró en religión, fue probada en su vocación para ver si asimilaba el espíritu, y ella manifestó el deseo de obedecer del mejor modo, y viendo la Maestra de novicias que aquellas disposiciones eran sinceras, no dejaba de mortificarla. Catalina se humillaba, deseando agradar más y más a Dios, pedía perdón y prometía más atención para mejorar. Fue entonces cuando la Maestra comenzó a tratarla con mayor rigor y en un modo que picaba en verdad su amor propio, hasta casi echarla del convento, pero ella sólo pensaba en Jesús y en tomar el hábito para ser su esposa, profesando las reglas del Instituto. Con esa actitud cambió los corazones, y aprendió la senda de la renuncia y de la cruz como el camino real que conduce –sólo ese- a revestirse verdaderamente de Cristo.

Si Él es su amor, su vida, la razón misma de su existencia y el premio perenne por toda la eternidad, ¿quién mejor que el Esposo sabrá qué necesita ella?
La misma pregunta que la Madre se hace es la de definir el tiempo en que acontecerá el desvelamiento y la perfecta unión de los dos: es una petición recurrente de M. Magdalena, la de ponerse la necesidad de saber el exacto recorrido que media entre el modo de amar sobre la tierra, hasta la definitiva visión beatífica, porque quema, arde en deseos de llegar cuanto antes a ver a Dios con los propios ojos en el más allá.

35. ¡Oh mi Jesús, alegría de mi alma! ¿Es que busco consuelo fuera de Vos? ¿Y quién puede verdaderamente consolarme si no sólo Vos?! Todo lo puedo con Vos, o mi Dios, mi fuerza, mi defensa y mi salud.
Podría parecer que la Madre se plantee la posibilidad de dirigir su corazón hacia otros objetivos a los que pudiera ella dirigir su amor, en cambio, ella más bien ha comprendido muy rápidamente que “fuera” de su Esposo no existe ni consolación ni felicidad. Cuando Catalina estaba ya en el monasterio de Ischia, volvió a Porto S. Stefano el joven prometido, y al saber que ella había entrado en un convento sufrió una gran pena y – creyendo que eran los parientes que querían alejarla de ella – fue a verla al convento. Al no poder hablar con ella, fue al obispo y le pidió que examinara la vocación de la joven, lo cual encargó a un visitador; él continuó a intentar verla haciéndose pasar por un primo. Tanto ardor mostraba la joven que le fue concedida llevar el hábito cuatro meses antes de acabar el tiempo de prueba, el 26 de octubre de 1788 y en ese revestirse de una criatura nueva tomó también nuevo nombre, Sor María Magdalena de la Encarnación, por la gran devoción que le tenía a aquella santa que tantas lágrimas había derramado por su amor a Jesús, como también ella lloraba al pronunciar el dulce nombre de Jesús. Como la otra Magdalena, también ella se sentía una gran pecadora y con deseos de reparar y hacer penitencia. La humildad y el amor la guiaban hacia la perfección.
Sólo Dios puede consolar de modo completo el alma de M. Magdalena (“verdaderamente”), sólo Él puede darle el alivio que requiere (“consuelo”, “consolarme”).

Más aún, la Madre unida, solidaria con Jesús, es invencible, le viene transmitido un carácter específico de Dios mismo, la potencia, ¡más aún, la omnipotencia!
La Madre elenca una serie de sustantivos para dar a conocer la potencia de Dios en su alma: “fuerza”, “defensa”, “salud”, aspiraciones útiles a todos nosotros, ¿quién no quisiera para él una salud imperecedera?
Es el simple gesto de aquel que se siente completamente amado, hasta el punto de abandonarse confiadamente en los brazos del Esposo y dejarse llevar, sin pensar, sin penas ni tristezas, porque en aquel momento puede permitirse relajarse y adormecerse sereno.

Esto puede acontecer porque su Esposo se ocupará a su vez de todo aquello de que el alma tiene necesidad: y será Él mismo a usar la “fuerza” cuando convenga, a defenderla cuando hay necesidad y darle fuerza y salvación para siempre. Esta fuerza la pedía la Madre para sus monjas y la deseamos para todos nosotros: “Promuévase incansablemente una verdadera madurez humana, la cual lleva consigo: estabilidad de espíritu, dominio de sí, recto uso de la libertad, capacidad de tomar decisiones ponderadas y de juzgar rectamente personas y hechos”.

36. ¡Oh Jesús mío, si el fuego del amor vuestro pudiera al final una vez consumar en mi la corrupción del hombre terreno!
La Madre tiene necesidad de consumarse como una antorcha para su Esposo, no tiene dudas, querría literalmente ser una flama que libere en ella todo vínculo que le está impidiendo llegar a la perfecta unión con Él. Los límites humanos oscuros y negativos, desgarradores y destructivos de muerte (“corrupción”) serían de este modo eliminados y sublimados, para dar lugar siempre más en ella a la presencia de su Jesús, quien no quiere la muerte de M. Magdalena, sin la vida eterna, ¡aunque para obtener esto deberá pasar por medio de la prueba final a la que todo hombre está sometido!
La Madre gime en todo momento, pide acortar el tiempo que la separa de este prueba final para poder así finalmente dejar este mundo y así gozar para siempre de su Esposo, en la más alta dimensión celeste.
M. Magdalena en cierto modo sabe lo que le aguarda, porque su alma ha sido transformada por ese “fuego del amor” de Dios, y por tanto el amor no tiene fin; ni la muerte podrá atemorizarla y alejarla de su Amado. Pero el deseo es de tener premura por este encuentro, atizar el fuego del amor que quema todo residuo inútil para transformar todo en espíritu y elevarlo al Amado.

El amor ha producido este gran milagro que es la transformación del amado en la misma sustancia del Amante, de modo que entre los dos haya comunicación e intercambio de valores.
En este caso, la Madre recibe mucho más de lo que puede ofrecer, pero sólo porque su amante es Dios mismo, el Omnipotente, y en este sentido en términos cuantitativo la comparación es imposible, pero ella da hasta el límite de su propia naturaleza humana.
Se puede afirmar que Dios da infinitamente, y M. Magdalena da finitamente pero hasta el extremo de su capacidad y posibilidad.
La Madre nos enseña a acudir a buenos intercesores para llegar a esta entrega: San José, la Virgen, “por eso le profesaréis una devoción particular, rogándole especialmente por el acrecentamiento del fervor, para agradar más a Jesús Sacramentado” (Adv., c. VII). Siempre el camino es la presencia real de Jesús en la tierra, en el Santísimo Sacramento, prenda de vida eterna: “¡Oh Jesús, Salvador mío!... alimento espiritual de nuestras almas... que éste sea vida eterna para nosotros... conforme Vos nos decís: ‘El que come este Pan, vivirá para siempre” (Dir 1814, p. 63).

37. Haced, o mi Jesús, que yo viva por Vos y muera por Vos.
La Madre vuelve continuamente, con insistencia, a la voluntad y deseo de vivir y morir por su Esposo, no pone alternativas, es radical, como durante su vida terrena siempre ha tenido a Jesús como único motivo, así, también en el último respiro humano quiere que sea para Él, de tal modo que pueda atravesar junto a Él la puerta que abre a la eternidad. Quiere que Jesús haga suya todas sus cosas, que vida y muerte se inscriban en su signo, que es el signo del amor. Y el “Vos” de Jesús sigila toda su existencia, porque Él es el principal protagonista.
Vivir para Jesús es también saber ver las cosas buenas de los demás: “Si en lugar de detener vuestra mirada en los defectos y las debilidades humanas inevitables, consideráis sobre todo, los esfuerzos sinceros de las demás para no faltar de modo alguno a su ideal religioso, experimentaréis sin inquietaros, la luz radiante de su vida interior y de su unión con Dios; admiraréis asimismo aún los detalles más menudos de la vida en común la delicadeza de una caridad fraterna que dimana inmediatamente de su amor a Cristo, reconocido en sus miembros” (Pío XII, 26.7.58).

Para ello, necesitamos una “gran devoción a vuestros ángeles custodios con los que viviréis como con compañeros de vuestro peregrinar en este lugar de exilio” (Dir 1814, p. 10). Ellos nos ayudan a caminar en esta vida nueva. La Madre no descuida ningún aspecto también corporal, pues no somos espíritus puros, por eso añade: “También será oportuno cultivar la educación física para fortalecer el cuerpo y descansar el espíritu”. Todo ello contribuye a la fidelidad al camino, que conviene cultivar con esmero: “Tened gran amor por vuestra santa Religión, persuadidas de ser ésta, la única y segura senda por la cual Jesús Sacramentado quiere conduciros a su eterna adoración sin velos(Adv. c. III).

Lo que supone esta vida en el ideal de sus monjas nos lo propone también a nosotros: “Resplandezca en ellas el candor del Bautismo y la inocencia de vida”... y es lo que pedimos a Dios Padre, fuente de toda santidad: “Se adhieran a Ti, con fervor de caridad... custodien fielmente su unión con Cristo, su único Esposo; amen a nuestra Madre la Iglesia, con generoso amor” (Rito profesión).

38. Haced, o mi Jesús, que yo no os encuentre menos bello en vuestras humillaciones, que en vuestra gloria; haced, o mi Jesús, que yo os siga, os obedezca y os abrace con igual ternura, cuando venís a mi con la cruz, que cuando venís con todas las bendiciones de vuestra suavidad.
Aún una vez, recorre al fuerte deseo, casi ansia, de transcurrir cada momento, cada centella de vida, junto a Jesús, en cualquiera situación que ella se encuentre, en la alegría como en el dolor, en la salud como en la enfermedad, como en el rito del matrimonio. Porque es propiamente un matrimonio espiritual el que aquí se refleja, entre ella y Jesús, ella pide continuamente la gracia de la perseverancia en el amor, pues conoce la debilidad humana y la fragilidad que existe en la relación entre dos personas; pide por tanto la fidelidad a ultranza. Pero ella conoce que en las cosas humanas hay lagunas, debilidades, distracciones: aquí Jesús nos ha de ayudar aún más, para que todo sea constante, dulce, necesario e inmutable, en la fidelidad cuando ésta cuesta, fe y confianza en la prueba, llevando la capacidad humana de amar no sólo la suavidad sino también la cruz. Cristo es Esposo de sangre y esta sangre es precisamente el signo indeleble del amor, el sendero de la luz, la alegría de nuestra fe y esperanza.

La rutina, el tiempo y la distancia, pueden a veces modificar y alterar el originario incendio de amor, pero en el caso de M. Magdalena no hay temores porque Dios es fiel por excelencia, y la Madre lo es en proporción a sus fuerzas y al don de Dios. Cuando se trata de amor ninguno de los dos se echa atrás: el amor o es total o no es auténtico.
Y por eso pide amarle de verdad y siempre, de no preferir los momentos más suaves y gratificantes respecto al dolor, porque es precisamente entonces que se mide la capacidad de amar en serio a alguien, ya que no hay ni intereses, ni proyectos, ni aspiraciones a recibir en cambio algo, la relación es en verdad limpia y basada en la gratuidad del amor. Está aquí todo el sentido de este grandísimo amor que sentimos palpitar en las aspiraciones, al total libertad interior y la disponibilidad purísima de amar y sólo amar. Sin intereses, porque estos son ya incluidos en el rito esponsal. ¡Y cuando los dos están enamorados del amor, no puede suceder nada malo!

Y también la Madre aquí supera la prueba y ama a su Esposo en toda situación, tanto en la alegría como en la cruz, no lo abandona ni siquiera ante la muerte, y los sufrimientos no hacen otra cosa que aumentar en ella el deseo de consumarse por Él.

39. Yo no os pido que me liberéis de los males que sufro, sino la fuerza de sufrirlos por vuestro amor. Os pido sólo la gracia de vivir y morir en la cruz.
Aquí se repropone en términos aún más explícitos el deseo de M. Magdalena de conformarse en todo a los deseos de Jesús, entre los dos hay perfecta sintonía, no hay diferencias de tono ni malentendidos, la alianza está basada en la fidelidad y sinceridad recíproca.
La Madre no aprovecha del hecho de ser esposa de Cristo para acceder a su Corazón pidiendo ventajas para ella o para otros; no nos referimos a pedir la intercesión por los hermanos que es tan bueno, sino a pedir ser exenta de algunas pruebas, por el hecho de ser “esposa”. Es más, para sí sólo pide estar siempre, en vida y en muerte, sobre “la cruz”, para seguir las pisadas y ser siempre más semejante y asimilable a su Jesús. ¡El amor hace iguales y funde dos corazones en uno, es ésta la fuerza que proviene de su vitalidad! Y es esto lo que la Madre ansía con todo su ser. Más, habiendo entendido bien que la cruz es la vida de la vida; el dolor es vida, el sufrir por otro es vida, sufrir con amor, ya se entiende.
Fue precisamente un jueves antes del miércoles de ceniza el día que ocurrió un hecho singular, cuando en el refectorio, escoba en mano y a punto de comer un trozo de pan que le ofreció la Abadesa, fue como abatida por una gran luz divina, y en un raptó de amor se le manifestó Jesús, que le hizo conocer su voluntad, la de fundar las Perpetuas Adoratrices que día y noche estuvieran acompañándole en el Santísimo Sacramento del Altar, prestándole los humildes obsequios, adoración y alabanzas; durante el día expuesto a la pública veneración, de noche custodiado en el Tabernáculo. En la pared de refectorio que da a la iglesia, apareció Jesús Sacramentado, y alrededor de Él estaban en acto de adoración, con el hábito que serían vestidas, las Adoratrices Perpetuas que debía fundar. M. Magdalena, estática, no sabemos si vio también doce ángeles que rodeaban la Eucaristía pero mandó hacer en Roma una custodia con cabezas de ángeles alrededor del ostensorio.

Ella, deslumbrada al ver a Jesús como en un trono de gracia en el Santísimo Sacramento y circundado de vírgenes que lo adoraban, entendió su vocación de reparar los pecados y las ingratitudes de la humanidad, e impetrar gracias y ayuda de la divina misericordia; muchas más cosas le dio a conocer el Señor, de modo que ella tuvo hasta el inicio de la fundación de un modo particularmente viva aquella visión de Jesús en el trono de la gracia que tuvo el 19 de febrero de 1789,, con la comunicación de tantas cosas referidas a la Obra que debía fundar. Una vez más, para confusión de los sabios del mundo el Señor escoge como instrumentos a una humilde criatura. Precisamente aquel año de la revolución francesa en que se aparta la sociedad de la fe cristiana,, nace una Obra que testimonia una fe viva, de amor y adoración a Jesús Eucaristía realmente presente en el mundo, para estar con nosotros y ser para nosotros comida, ayuda y fuerza. Los colores del hábito que forma parte de la visión ilustra esta misión: el blanco indica la fe, la pureza y la gracia que debe adornar el alma de las Adoratrices, que fijan su mirada en el candor de la Sagrada Hostia; el rojo indica el amor ferviente, en el sacrificio e inmolación, que debe permear su existencia; el negro es la muerte a sí mismas y al mundo, para vivir plenamente por Dios, a honra de su gloria. Signos de un hábito de las Adoratrices, que nos sirven como de indicación también para los demás.

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40. ¡Oh Jesús, vida y esperanza del alma mía, venid a mí!: yo os acogeré, os abrazaré, quiero morir por Vos; y en vida y en muerte quiero ser vuestra
La pertenencia, la necesidad de ser propiedad del Amado es un factor indeleble e ineluctable que se encuentra con frecuencia en las aspiraciones de la Madre, como un leit-motiv que aflora con fuerza en su ánimo. Y la fuerza viene de la pasión que centra su vida en el Amado: quiere ser sólo suya, su vida está reservada a Él, su voluntad está condicionada a la de Él, y en el Amado está el purísimo amor al que se entrega de modo total y del que todo espera. Es en quien puede apoyarse, a quien pide fuerzas, ayuda, esperanza, fidelidad y amor.
M. Magdalena lanza una invitación apremiante y fogosa a su Jesús: “venid a mí”. Es un reclamo de amor, como la pequeña tórtola que llama a su “pájaro”. Aquí le lleva a desear morir en vida por Dios, morir mientras vive, y vivir en Dios en la muerte. Vida y muerte en el Amado, es la fuerza del amor que de la muerte genera vida y de la vida genera capacidad de conformarse al Amado aunque ello comporte la muerte. ¡Pero con Cristo la muerte ha sido vencida! Es más, lo que parece muerte en realidad es el inicio de la vida verdadera, para quien ama de veras.

Todas las aspiraciones de la Madre han visto su consumación en la visión beatífica de Dios, se han cumplido sus peticiones de vivir para siempre en Él y de contemplarlo cara a cara. La unión amorosa de M. Magdalena con su Esposo comenzada en la tierra ha tenido su epílogo en la comunión con El en la vida eterna, en una transformación de la Beata Magdalena en Cristo. Ahí está el valor último de las aspiraciones, el único sentido de su vida y de su muerte, ser de Cristo y aún cuando la muerte apague la vida, comienza la vida verdadera. Y no hay vida sin amor. Si no se ama, es como morir, y morir amando es como vivir. Morir en Cristo después de vivir sólo por Él. Esperanza de la vida y esperanza por la muerte, en el único abrazo de amor sin fin que sigila todas estas palabras, que más que palabras son verdaderos, grandiosos y conmovedores gritos de amor, al Cristo, único amor.


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III. Epílogo.

Hemos llegado al final de esta meditación de las aspiraciones de la venerable M. Magdalena. Su testimonio nos lleva – eso es meditación – a una confrontación con nuestra vida, a mejorar en nuestro amor, porque en definitiva todo es cuestión de amor. Superar las dificultades que éste encuentre en el camino de la vida. Estas aspiraciones son como un rápido diario secreto, no completo pero suficiente para asomarnos a la grandeza de su alma y aprender, en esas rápidas anotaciones que queman, qué es lo esencial. No podemos conocer en ellas los momentos difíciles, arideces, incertidumbres, miedos de no ser suficientemente fiel, de no saber corresponder al amor ofrecido por Dios... no conocemos todos los detalles del recorrido espiritual pero sí que vemos la riqueza del corazón de la venerable M. Magdalena, al entender que Jesús basta, que basta amarlo verdaderamente y confiarse a él, darle nuestro pobre corazón, nuestra incapacidad, también nuestra debilidad máxima: todo se redime en el más pequeño acto de amor. El resto lo dejamos en manos de Jesús que no falta a sus promesas, a su amor tiernísimo de padre y madre, de un esposo fiel. Pero también con todas las exigencias que sólo el amor puede captar y corresponder. Con la esperanza del momento del encuentro y de la unión que hace arder de felicidad, en espera del alcanzar de modo perfecto el amor sin fin.

Más que un itinerario, estas páginas nos muestran una experiencia profunda y total de amor, siempre más ardiente, experimentado en su alma y en todo su ser, en cada momento de la vida vivida en Cristo, quemando como una candela que recuerda el sentido de la vida humana y el sentido de la muerte, el recorrido de quemar totalmente para Jesús, acompañándole hasta extinguirse como las lámparas votivas del Sagrario, para estar con Él donde nada se extingue.


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IV. Nota Bibliográfica

La Madre María Magdalena de la Encarnación, Catalina Sordini para el siglo, nace en Porto S. Stefano (Italia) el 16 de abril de 1770, en el seno de una familia fervientemente católica. Crece en un ambiente impregnado de religiosidad ejemplar, y gusta muy pronto de pasar largas horas en adoración junto a Jesús Sacramentado.

A los 17 años recibe una propuesta de matrimonio de parte de Alfonso, un rico joven, quien le regala preciosas joyas con las que ella un día se adorna, y ante un espejo se le aparece el rostro doloroso de Jesús Crucificado que la invita a darse totalmente a Él. En febrero de 1788 entra en el monasterio franciscano de Ischia de Castro, y en 1788 recibe el hábito religioso tomando el nombre de sor María Magdalena de la Encarnación.

El 19 de febrero de 1789, jueves graso de carnaval, en el refectorio ve a “Jesús como en un trono de gracia en el Santísimo Sacramento, circundado de vírgenes que lo adoran” y oye una voz que le dice “te he elegido para instituir la Obra de las Adoratrices Perpetuas que día y noche me ofrecerán su humilde adoración para reparar las ofensas y las ingratitudes de la humanidad e impetrar gracias y ayudas de mi divina misericordia”; ¡aquel día se convertirá en el “día de la luz”!
Son momentos de grandes hecatombes sociales, la comunidad sufre muchas penurias también. El 20 de abril de 1802 es elegida Abadesa, hasta 1807, año en que – confiada la voluntad de Dios, que desea un nuevo Instituto – y escritas las Constituciones, va a Roma a fundar el primer monasterio de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento, en el convento de S. Joaquín y S. Ana en Quattro Fontane, en Roma. Fue el 8 de julio de 1807, con algunas hermanas y la bendición de Pío VII, y la Madre abre la iglesia también a la adoración de los fieles laicos.
M. Magdalena profetiza a Pío VII la deportación a Francia: “pero no tenga temor, nadie le podrá perjudicar y volverá glorioso a Roma”. También llega la cruz para las Adoratrices, en forma de supresión del Instituto, y la Madre es deportada, exiliada a Florencia. Caído el régimen napoleónico, el 1814 la Madre vuelve a Roma con algunas jóvenes florentinas y el 18 de septiembre de 1817 endosa el nuevo hábito religioso, que había visto en visión el día de la luz: sayo blanco y escapulario rojo, símbolos del candor virginal y del amor a Jesús crucificado y eucarístico. El 12 de mayo de 1818 todas las hermanas emiten su profesión religiosa, el Papa Pío VII visita el nuevo Instituto que la Madre dirige con la ayuda de Mons. Menochio. El 10 de marzo de 1818 la Santa Sede reconoce oficialmente el nuevo Orden, que la Madre pone bajo el patrocinio de la Dolorosa.

El 22 de julio de 1824 advierte a sus hijas de su muerte inminente: “moriré al caer de las hojas”, como de hecho ocurrió el sucesivo 29 de noviembre en Roma, donde reposan sus restos.
Hoy cuenta el Orden más de 90 monasterios esparcidos por todo el mundo

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V. Agradecimiento


Agradecemos el permiso para utilizar el texto que en italiano lleva por título ´´INCONTENIBILE FUOCO D´AMORE´´ para una edición en lengua castellana. Nicola Gori / Llucià Pou, 2004